Buscó, con las yemas de sus dedos el saliente en la roca, una vez que había asegurado la posición de los pies. Cuando lo encontró, asió fuertemente las manos y tomó impulso para dar un paso más en su ascenso. A pesar de lo agreste del lugar, la superficie de la roca no era áspera, había sido pulida por siglos de peregrinos y visitantes, realizando ese arduo ascenso antes que él. Se encontraba aún a medio camino. En torno a sí el más rotundo silencio, interrumpido únicamente por el discreto sonido con el que el viento, en ciertos lugares aislados y remotos, nos recuerda que él estaba allí antes que nosotros, antes incluso que los primeros habitantes del entorno y que lo seguirá estando, cuando los que nos sucedan hayan desaparecido y no sean más que polvo movido a su capricho.

Dicen que, cuando uno se pierde u olvida aquello que iba a hacer, lo mejor es regresar al origen, al lugar en el que empezó todo. Eso es lo que había hecho nuestro viajero. En un tiempo complicado, en el que muchos no muestran precisamente lo mejor de sí mismos, sentía que había perdido el rumbo, que todos los que le rodeaban habían llegado a un punto en el que, el efecto de lo que les sorprende, bueno o malo, no dura más que un instante y aunque todo esté en constante movimiento, muchas veces no tenemos claro hacia donde queremos dirigir nuestros pasos…

Y ¿qué mejor sitio para volver al principio, que Etiopía, el lugar donde empezó todo? Allí, a casi 200 Km. de su capital, Addis Abeba, en el sur del país y en pleno Valle del Rift, reposaron los restos la veinteañera “Lucy” después de haber andado sobre sus extremidades posteriores, hasta que fueran encontrados por Johanson al son del famoso tema de los Beatles. Sus descendientes evolucionaron hacia el género Homo y nos erguimos aún más, quizás demasiado, por encima de todo y de todos. Por ello, ese era el sitio que quería visitar y, una vez allí, se dejó llevar por el encanto de una tierra en la que nuestro origen aún está presente.

Mientras seguía escalando, recordaba su periplo etíope. En el norte, vio el campo de estelas y obeliscos de Axun, marcando los lugares donde los monarcas axumitas descansaron a la espera de su tránsito al más allá. También contempló desde el exterior, la Iglesia de Nuestra Señora de Sión, donde, según se cuenta, es cuidadosamente custodiada el Arca de la Alianza, llevada a lo que, en otro tiempo fue Saba, por su monarca Menelik, que fue fruto del amor de su cautivadora reina y el sabio rey Salomón. Cerca de allí, las Cataratas del Nilo Azul, desplegaron ante el turbado viajero, su sencillo y potente espectáculo de más de 40 metros de caída.

Más al sur se sintió profundamente impresionado ante las Iglesias de Lalibela, en la actual Roha, excavadas en la roca, a ambos lados del canal Jordanos, que haciendo las veces del Río Jordán, completaba la pretendida recreación de la Tierra Santa. Y no muy lejos de allí, después de un largo camino de acceso, visitó la Iglesia de Jemrehana Krestos, construida sobre un lago, en el interior de una cueva. Durante siglos recibió a miles de peregrinos y como otros templos que había visitado, en tiempos lejanos fueron importantes centros de poder, político o religioso, sin embargo, aunque aún sigan en activo y sean visitados por turistas y fieles locales, es como si el resto del mundo los hubiera olvidado. Con el paso de los días llegó a una conclusión al respecto, desde que la Arqueología había identificado a Etiopía como una de las cunas de la humanidad, era como si nada mas hubiera pasado allí desde entonces. Es como los padres, aunque sean mayores, nosotros los vemos como cuando éramos pequeños y acudíamos a ellos con alguna nimiedad que se nos antojaba un problema gravísimo y por mucho que hayamos crecido y aunque nuestros problemas sean más difíciles de solucionar, ellos siguen estando ahí para nosotros. Es también, como los amigos del colegio, aunque nuestras vidas hayan tomado direcciones distintas y hayan pasado los mismos años por ellos que por nosotros, cuando recordamos sus nombres, grabados en nuestra mente a fuego después de muchos años de oírlos diariamente al pasar lista, siguen teniendo el mismo aspecto que tenían cuando éramos pequeños.

Lalibela

En el este vio la ciudad de Harar, capital de la región del Hararghe, que fue una importante metrópoli en el siglo XVI y el cuarto lugar sagrado de la religión musulmana. Su puerto era un enclave de importantes intercambios comerciales. Allí visitó la casa del poeta Rimbaud y recorrió calles repletas de historia…

Mientras pensaba en todo lo que había visto, llegó a la zona más escarpada de la ladera. Después del último impulso, finalmente alcanzó la esperada cima, sobre él ya sólo se encontraba el cielo con el azul más intenso que había visto jamás. Aunque el verdadero premio a su esfuerzo le esperaba a escasos metros, decidió descansar un rato sentado en aquel lugar. El guía que le acompañaba, le comentó que habían escalado casi ochocientos metros, por lo que era natural sentirse cansado. Sin embargo el simple hecho de haber llegado hasta allí, ya merecía la pena. Cuando el acelerado ritmo de su corazón recuperó su status, se levantó y miró a su alrededor. La vista era sencillamente espectacular, llegando a perderse en el horizonte sin que ningún obstáculo creado por el hombre lo impidiera. Entonces pensó que si Dios, en alguna ocasión, llegaba a sentirse abrumado por nuestra manifiesta actitud prepotente, sin duda, elegiría aquel lugar para serenar su alma divina.

Aunque estuvieran aún fuera, los monjes les indicaron que debían descalzarse, ya que todo el terreno de la cima de la montaña, se considera suelo sagrado. Pero antes de acceder al interior del templo, aún le esperaba un reto más. Para llegar hasta la puerta, debían caminar unos metros con la espalda pegada a la pared de piedra, a través de un estrecho paso al borde del abismo. Se recomienda a los visitantes no mirar hacia abajo mientras efectúan ese corto pero difícil trayecto, no en vano, ya que muchos han perdido la vida en las distintas fases del ascenso al templo, según le había explicado el guía mientras subían. En las oquedades de la roca, había visto los restos de algunos de los guardianes primitivos de aquella iglesia, que habían sido enterrados allí, junto al templo al habían dedicado su vida a velar y aunque cada vez hiere menos nuestra inmunizada sensibilidad, ver una muestra tan patente del, para todos, ineludible final, la verdad es que aquella experiencia era profética en su totalidad: ¿qué si no es la vida, que un duro y arduo camino para conseguir aquello que queremos y deseamos? y, superado cada reto, salvada cada dificultad en pos de nuestras metas y anhelos, finalmente nos espera a todos, independientemente de cómo hayamos afrontado la travesía, el mismo final: la muerte, ¿por qué no recordarla mas a menudo y tenerla presente, para que nos ayude a priorizar lo que realmente es importante y, así, decidir qué gestas debemos emprender y cuáles es mejor ignorar?.

Mientras se aproximaban a la entrada de la Iglesia de Abuna Yemata, su guía le explicó en voz baja que, en el siglo VI, uno de los Nueve Santos que huyeron de la persecución en Constantinopla, llegó hasta donde ahora se estaban. Para evitar ser encontrado por sus perseguidores y, a su vez, encontrar a Dios lejos de las distracciones del que siempre ha sido un mundo convulso, construyó allí un modesto templo, que después fue decorado con pinturas en su interior. Aunque se trata de un espacio reducido, las imágenes rodean por completo al peregrino que logra ascender. Si, como en el caso de nuestro viajero, se trata de un espectador con cierto bagaje visual, en un principio las imágenes pueden parecer ingenuas, sin embargo se realizaron con la única y clara intención de transmitir un mensaje que debía ser conocido: el legado de los primitivos monofisitas que creían en la naturaleza divina de Jesús. Contemplando la profusa decoración escondida en aquel remoto lugar ignorado por muchos, reparó en que se trataba de unas imágenes en las que no había influido el marketing ni los derechos de autor, que no estarían a su disposición en una lujosa guía, reproducidas en postales, ni en pequeños imanes para el frigorífico, que pudiera adquirir a la salida y eso, hoy en día, sin duda, es toda una rareza.

abuna yemata

Casi como una aparición espectral, sin saber ni desde cuándo estaba allí, ni de qué estancia provenía, de pronto se dieron cuenta de que uno de los sacerdotes se encontraba de pie junto a ellos. Nadie había anunciado su llegada, para recibirlo no se había requerido ningún protocolo. La humildad con la que había hecho acto de presencia, subrayaba su imponente apariencia. De su mano vino el máximo privilegio con el que se puede obsequiar a quienes visitan ese lugar. Aquel anciano les mostró los antiguos libros escritos en lengua ge´ez, sobre piel de oveja, en los que, con palabras e imágenes se habían recogido hacía siglos los dogmas de aquella rama del Cristianismo que quedó allí aislada y, paradójicamente a salvo, en aquel remoto lugar. Como contrapartida a tan insigne honor, los sucesores de aquellos primitivos santos solo reclaman respeto, un valor cuyos activos experimentan en la actualidad una lamentable tendencia a la baja.

Al salir del templo y antes de iniciar el descenso, allí, en medio de la nada y rodeado de la sempiterna naturaleza, en el lugar del origen, en el que los seres humanos actuaban como hombres y no como dioses que crean un mundo a su imagen y semejanza, el viajero encontró lo que había ido a buscar. Había vuelto al principio de todo y de todos, para volver a empezar. Ahora sabía a dónde debía dirigirse para continuar su camino. Ya estaba preparado para regresar a su presente.
Si al leer esta historia, descubres que también te sientes perdido, quizás en Etiopía halles una respuesta a tus dudas más trascendentales y encuentres, como nuestro viajero, un nuevo punto de partida…

Texto de Mª ARACELI RODRIGUEZ SANCHEZ e imagenes de babel-tcs.com y traveladventures.org

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