Es época de mieses; los aldeanos se defienden de las razzias pajariles haciendo furibundos aspavientos, sin dejar de segar o aventar el teff; el cereal autóctono.

 Voy en busca del último espejismo del desierto.

 Tras dos días de viaje llego a la depresión danakil.

  A la entrada al Parque Nacional del lago Assel merodea un nativo; tiene mucho de gato abisinio: pelo afro, enjuto, pura fibra; la djembia, la daga que ostenta ceñida a sus redaños, acentúa su estirpe guerrera; lleva el bastón camellero cruzado sobre los hombros y calza unas Niké falsas. Unas mujeres, a la sombra que las procura el muro de una iglesia ortodoxa en ruinas, llamean envueltas en sus telas de calicó naranjas. Venden chat, la hierba “lotófaga” que te conducirá -estimado trotamundos-, hasta el legendario país de oro y encantos del Preste Juan.

El funcionario ha desaparecido con mi pasaporte.

Desvío la mirada hacia unos dromedarios que mascan sus babas con ojos remotos, e inexcusablemente abstraído, evoco a Rimbeau. Lo imagino atravesando este desierto “bajo el feroz zumbido de las sucias moscas” (a lo que yo añadiría: e insidiosas); mucho antes de que se colocaran los raíles del chemin de fer Franco- Éthiopien, y de que el afamado Pierre Loti vulgarizara lo exótico con sus novelas ambientadas en lejanos horizontes…el profeta ateo, fascinado por la aridez de la nada; en un viaje para el que no necesita alforjas (ni deshinchar, evidentemente, los neumáticos en los arenales).

 Sé -y quizás no convenga olvidarse de ello-, que a los danakil (término con el que  los árabes designan a los afar), les gustaba ornamentar sus lanzas con los testículos de sus enemigos (además de con plumas de avestruz)…así pues –conjeturo-, si él poeta de los labios hinchados no dejo el escroto en su empeño de dar siempre la nota, debió ser porque ya podía contarse entre los muertos.

 La “Puerta de las lágrimas” -el estrecho que da paso al mar santo de la Meca-, fue protegida con celo de la piratería portuguesa y sus cañones de bronce. Hasta bien entrado el siglo XX, no fueron muchos los blancos que lograron  atravesar estos inhóspitos lugares; si bien Julio Verne -como resultado de su desbordada inspiración literaria-, lo hizo en globo, logrando así, aventajar a Richard Burton y a Speke a la hora de localizar las misteriosas fuentes del Nilo.

 Mucho me temo que la extrema aridez de esta región africana ha sido, y seguirá siéndolo, causa de disputas constantes por el control de los pozos y los escasos pastos para el ganado; debieron darse – soy “la alegría de la huerta”, y reflexiono en consecuencia-, ya en tiempos del Austrolopithecus Afariensis, cuyo cráneo fue encontrado en las gargantas del Awas; un río que nace en las tierras altas y cuya cauda, sin llegar a desembocar en la costa -retenida por los diques basálticos emergidos en ulteriores erupciones volcánicas-, colma las cubetas que dejo en su retirada vaciante un mar genesiaco. Es en ellas donde se forma la espesa costra de sal gema que, una vez cortada en barras llamadas amole serán transportadas -hasta Makelé-, por uno de esos “convoys bíblicos”, de hasta cincuenta dromedarios, de cuya virtual existencia quiero dar fe.

 Un agente de policía -sin otro protocolo que el de darme una omnipotente palmadita en la espalda y de paso, con ella, desplazarme de mi asiento delantero-, se sube al Nissam. Me va a acompañar hasta el último asentamiento -unas chozas de palos donde viven los que extraen “el oro blanco”-, que hay antes llegar al lago. Ahí termina su cometido oficial con el farinjji, el extranjero y, sin que el chófer que ha puesto a mi servicio “Horizont Tours” -traduciendo al amarik mis lamentos-, logre rebajar la sustancial cifra, debo estimularle con cuatrocientos birks “contantes y sonantes”. ¡Cómo no rememorar esos sesenta y cinco puestos aduaneros que, desde los puertos del mar Rojo hasta el Mediterráneo, cobraban derechos de peaje a las caravanas de la reina Makeda (la reina de Saba en la tradición etíope)! Tengo la impresión de que la sobretasa ad valorem, ha trasmutado al turista en aromática mirra. Y, en cierto modo, me resulta lógico.

 Emprendemos la marcha a pie, por el matorral polvoriento. Tras una hora de arduo camino corono un peñasco y descubro a los camélidos, en un inverosímil encuadre de nódulos de azufre, sulfuros y cobres ácidos. Beben, sin hacer ascos, de las aguas psicodélicas.

 Más tarde, cargados ya con su preciada mercancía y enristrados, los animales inician su postrer camino hacia el mercado de la ciudad.

 Quizás una vez vendida la sal, los afar regresen a buen tranco, por un dédalo inextricable de rocalla erosionada -atajando por gargantas de greda y vadeando ríos de escoria-, a las canteras pero -me digo lacónico-, cualquier día de estos los camiones acabarán con este comercio primitivo (por el momento, el transporte rodado debe dar un largo rodeo para acceder a las minas de sal). Un día aciago, la carretera terminará por borrar del mapa a los bajeles del desierto.

Texto de Julio Lencero fotograría de Panoramio

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