Kokebe soñó con un enorme pájaro plateado. Más grande que el mayor de los buitres que siempre la rondaban en círculos, pacientes, crueles, implacables como el Sol arrasador. El pájaro plateado era tan grande que sus largas alas dibujaban líneas de esperanza en el cielo. Su familia le había hablado de todos los animales que existían en su tierra, Etiopía, las bestias domésticas y las salvajes, las serpientes que se arrastran, las moscas y las aves, pero nunca nadie había nombrado a su pájaro plateado. Aun así, Kokebe soñó con él, volando alto, rugiente, libre.
Kokebe soñó con cabalgar a lomos de aquel gran pájaro plateado, llevando lejos a todos los suyos, muy lejos, en busca de las nubes que traían agua, que al parecer ya se habían olvidado de su hogar. Volaría en pos de las hermosas nubes blancas y también de las grises, gritándoles, suplicándoles que volvieran, o que al menos les dejaran acompañarles allí donde fueran ahora a regar de vida los pastos.
Kokebe soñó con un oasis de paz, pintado de verde, un lugar secreto que escapaba del alcance de los hombres malvados que venían a su pueblo a robar vidas. Un oasis donde no faltaba el agua, donde la tierra permitía crecer a los alimentos, y a los animales dar leche. Un oasis que una vez hubo, como le contaba su madre, como volvería a haber pronto, como siempre le prometía.
Con ese sueño Kokebe despertó. Con una sonrisa que rápidamente contagió a su madre, que lo abrazaba entre lágrimas. Kokebe intentó hablar a su madre, tranquilizarla, contarle todas las cosas con las que había soñado, pero no pudo. Porque cuando estaba despierto apenas podía hablar, ni moverse, porque su cuerpo ya no era fuerte, sino enfermo y desnutrido. Así que permaneció mirando al cielo, sonriente, ignorando a las moscas y al hambre, para que su madre le ayudara a buscar al enorme pájaro plateado que pronto vendría a ayudarles.
Texto Gonzalo Briales Medina
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