Marina cerró su cartera de imitación de Louis Vuitton, la metió en uno de los compartimentos de su bolso y cerró la cremallera. Lo llevaba en bandolera, para tener las dos manos libres, así podría coger, sin problemas, la mochila y la bolsa de viaje que había dejado en el suelo, una a cada lado de sus piernas. Se disponía a retomar la carga, cuando, de repente se detuvo y miró a su alrededor. Allí estaba, en medio de la zona de recepción de pasajeros del Aeropuerto de Addis Abeba y aunque se trataba de un mes de Julio bastante caluroso (dichoso “cambio climático”), un escalofrío le recorrió la espalda y es que, sencillamente, Marina se sentía aterrada.

No es que estuviera perdida, ya que el resto de su grupo estaba esperándola a unos metros, cerca de la puerta de salida. Tampoco es que viera a alguien con “mala pinta” o mirándola con aviesas intenciones. Nadie se había metido con ella y, si lo había hecho, no lo habría podido entenderlo, porque Marina no hablaba ni una palabra de etíope y casi de ningún otro idioma, que no fuera el argot abreviado de los mensajes de móvil y Whatsapp.

Marina sentía miedo ante lo desconocido y en la aventura que estaba a punto de vivir, todo lo era. De pronto se dio cuenta de que estaba en un país extraño para ella y lejos, muy lejos, de todo lo que conocía: de su familia, de su ciudad, de su modo de vida… Se sintió como si fuera una astronauta en la primera misión tripulada a Marte y le parecía que, todo lo que había aprendido desde que era una niña, no tenía aplicación en aquel lugar.

Marina acababa de terminar Magisterio y Lola, que le hacía señas con la mano para que se reuniera con el resto del grupo, era maestra de primaria en el colegio en el que le había tocado hacer las prácticas. Lola había sido su “ángel de la guarda” en ese primer contacto con la docencia y Marina no es que la idolatrase, no, es que Marina, de mayor, quería ser: Lola. Así que, cuando esta la invitó a viajar aquel verano a Etiopía con ella para pasar allí unas semanas colaborando con su ONG y ayudando a los niños de un poblado, Marina ni se lo pensó…
– Pues igual sí que tenía que habérmelo pensado un ratito… – se dijo Marina a sí misma, en silencio.

Lola llevaba varios años pasando las vacaciones estivales en Etiopía y dando clase a los niños, en la escuela que la ONG de la que formaba parte, había construido en un poblado cerca de Addis Abeba. Uno de los últimos días del periodo de prácticas de Marina, Lola le enseñó unas fotos tomadas el verano anterior, en las que aparecía junto a sus otros alumnos y algunos voluntarios de su “otra” familia de verano. Eran unas fotos fantásticas que transmitían optimismo, ya que, tanto los que ayudaban, como los “ayudados”, tenían una sonrisa que no les cabía en la cara. Ante tal visión y tal propuesta, ¿cómo no iba a aceptar?

Cuando lo comentó en casa, los padres, la abuela, el hermano pequeño y si me apuras, hasta el perro de Marina, cómo no habían visto las fotos de Lola, pensaron que lo de ayudar era muy bonito y muy humanitario y que decía mucho de su niña, el hecho de que quisiera dedicar una parte del Verano a un fin tan noble. Sin embargo, lo que dijeron fue:
– Etiopía… pero ¿tu estás loca o qué?

Cuando se subió al Jeep, aunque Marina intentaba mentalizarse para imbuirse del espíritu africano, como la protagonista de Memorias de África, lo único que venía a su mente eran las imágenes de niños comiendo en platos repletos de moscas y gente acarreando garrafas y recipientes de agua, con una apariencia no muy potable, por cierto. Respiró hondo y sonrió a Lola que la miraba desde el asiento junto al conductor. Esta, como si hubiera adivinado sus pensamientos, le devolvió una sonrisa dulce y tranquilizadora.

Marina no quería reconocer ante sí misma que tenía miedo, que se sentía abrumada por la experiencia, que no podía recordar ni uno solo de los férreos argumentos que había esgrimido para convencer a su familia y, en resumen, se veía impotente ante el reto que había asumido. Para disimular todos esos pensamientos no reconocidos que se agolpaban en su mente, decidió mirar por la ventanilla del automóvil que los llevaría a su destino final.

Al principio, no podía ver nada y no es que el cristal estuviera muy sucio o que fuera de noche, sino que, aunque hacía como que miraba el paisaje, la mezcla de sus propios reproches, miedos y vergüenzas, no la dejaba ver lo que le rodeaba. Mantuvo la sonrisa, como si se tratara de una careta tras la que esconder la debilidad que sentía, sin embargo, transcurridos unos instantes, empezó a serenarse, después de todo,¿qué remedio le quedaba?

Fue entonces y sólo entonces, cuando Marina recuperó la visión y como Howard Carter, al divisar por primera vez la Tumba de Tutankamón, empezó a ver “cosas maravillosas”: el cielo era de un azul tan intenso, como nunca antes lo había visto. Aún así, esa intensidad competía con la extensa gama cromática que ofrecía el arco iris compuesto por las vestimentas, enseres y las fachadas de las casas de esas gentes. Como contrapunto, el blanco radiante de las sonrisas de los transeúntes que, a ambos lados del camino, detenían su marcha para saludarles efusivamente.

Cuando recuperó la facultad de ver realmente el nuevo mundo que le rodeaba, Marina se dio cuenta de que, ese lugar y esas gentes, con un “prêt à porter” más colorido y alegre que el suyo propio, transmitían a raudales una sola cosa: alegría, pero, ¿era posible vivir con alegría en un lugar tan “necesitado”?

* * *

Dos semanas después, Marina ocupaba el mismo asiento, en aquel mismo Jeep, de vuelta al Aeropuerto Boule, de Addis Abeba. Sin embargo, su estado de ánimo y sus sentimientos eran muy diferentes.

Cargada de nuevas experiencias y valiosas vivencias, recordaba su primera noche en el poblado, en una casa prefabricada, sin luz y sin agua corriente. El caso es que ella ya había experimentado esas “duras” condiciones de vida cuando era pequeña y pasaba las vacaciones en una casa en el campo, en medio de la nada, sin electricidad, sin agua saliendo del grifo y, por supuesto, sin tele: “Para lo que hay que ver, mejor se está sin ella”- como decía su abuela. Aunque al final de cada uno de aquellos veranos, Marina se sorprendía por haber conseguido “sobrevivir”, ahora se daba cuenta de que afrontaba todo aquello como una tragedia, de mala gana y protestando por las grandes privaciones a las que se veía sometida. En cambio, los habitantes del país en el que ahora se encontraba, vivían así siempre y lo aceptaban con alegría, sin lamentaciones. Lejos de estar resignados o amargados, celebraban cada día algo en lo que Marina nunca había reparado.

En el campamento, había participado activamente en todas las tareas y actividades diarias., Les había traído de su casa ropa, libros, medicamentos y todo lo que se le había venido a la mente. Durante su estancia, intentó contribuir, en todo lo posible, a que esas personas pudieran mejorar, aunque fuera solo un poco, sus condiciones de vida.

No sabía si esa ayuda era poca o mucha, seguramente era ínfima, pero de lo que sí estaba segura y agradecida es de que, al final, la ayudada había sido ella. Había aprendido que, en muchos casos, somos esclavos de nuestro propio desarrollo. Quizás el hecho de vivir rodeados de una naturaleza tan “en activo”, a la cual se adaptan sin domesticarla a su antojo, les ayude a ello, pero, la cuestión es que, las personas que había conocido en Etiopía, liberados del marchamo de enseres y artilugios que nosotros consideramos necesarios e imprescindibles, son capaces de apreciar y celebrar el único tesoro que realmente poseemos: la vida.

Y no es una vida precisamente fácil la suya. Muchos tienen hambre y carencias “de las de verdad”. Algunos mueren por enfermedades que, en el que llamamos: nuestro mundo, ya están “descatalogadas” desde hace años, o por otras que podrían curarse con medicamentos sin prescripción facultativa. Pero, lo más importante es que, por difíciles que sean sus circunstancias, que lo son, asumen lo que no pueden cambiar y agradecen, como nosotros los “desarrollados”, no sabemos hacer, la ayuda que reciben, venga de donde o quien venga.

Salvo lo que llevaba puesto, su Louis Vuitton falso y poco más, Marina había dejado en el campamento el resto de su equipaje, después de todo eran solo cosas que realmente no necesitaba y que allí serían bien recibidas. En contrapartida, se trajo consigo dos valiosos cargamentos, a modo de souvenir, que no podía meter en una maleta, que no serían detectados en ninguna aduana. De Etiopía se llevaba una inmensa alegría por la vida y un difícil reto para una chica ni pija, ni empollona, ni emo, ni lolita, sino todo lo contrario, una joven “del montón”: no olvidar nunca vivir con esa alegría.

Texto de Mª ARACELI RODRIGUEZ SANCHEZ e imagen de wikipedia.org

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