En el Monte Alto de Etiopía no hay flor tan bella como Yoka. Ella es lo más hermoso del monte, del Ibó Findó. Sus colores resultan más ardientes que el arcoiris, especialmente el rojo, un cantar de alegría y el blanco que invita a la paz y la armonía.

Yoka crece bien cuidada por todos los animales y los dioses lucumíes, quiénes día a día la miman y riegan en el monte. Tiene la flor una peculiaridad: duerme de día y despierta al anochecer, por eso donde ella nace nunca es de noche, ya que emana una luz cual fogata en medio de la oscuridad.

Para Osaín, rey del Ibó Findó, con su único ojo, su oreja grande y su oreja chiquita, el solitario brazo y el único pie, Yoka es algo muy especial, la flor preferida de Oyá, reina del viento de los nueve colores y la Muerte, la única mujer que ha tenido un momento de ternura para él.

Apenas unas horas para que llegue el ocho de septiembre y Shangó busca desesperado un regalo para el cumpleaños de su adorada Oshún. Necesita algo que la maraville porque sabe que no es el único pretendiente de la reina amarilla. También Oggún, el terrible guerrero  verde y morado la pretende y de seguro le llevará algún formidable obsequio.

El desespero inunda el corazón de Shangó: ha buscado por todos los lugares y no encuentra nada digno de la dueña de las calabazas y del amor. Recuerda como el año anterior le regaló aquellos güiros llamados adwes cuya música hizo que fuera el preferido de Oshún  en su fiesta y durante todo el año.

— ¡Eso es!—exclama el dios rojo y blanco, maravillado al encontrarse con la flor.

— ¡Eso es!—vuelve a decir, mientras nervioso traslada su hacha de dos filos de una mano a la otra sin cesar.

— ¡Eso es!—repite una vez más, convencido de haber encontrado  el camino del triunfo.

Ríe, da vueltas, corre, para al final tenderse sobre la yerba fina del Ibó Findó, como si tuviera el mundo reducido a los colores de su hacha. No importa que todos los animales y los demás sufran si arranca la flor, el egoísmo lo ciega…solo le importa lo suyo. Se incorpora lentamente, cauteloso, sin que nadie lo observe…Con sigilo se acerca, mientras Yoka, en tenues gritos, pide socorro a los amigos que deben cuidarla. Shangó se aproxima  más aún y al llegar junto a ella extiende su poderosa mano derecha  hacia un ramillete; pero ahí queda oprimida entre espinas que súbitamente brotan de  la flor.

En instantes acuden todos los animales del monte…Entre yerbas húmedas por el rocío aparece el sabio Osaín…Shangó no sabe  qué hacer, nada más puede lamentar el dolor  que en su mano ocasionan  las espinas. No comprende  como esa flor de apariencia tan frágil sea tan firme.

—No sabíamos que eras tan atrevido—le increpa Osaín, apoyándose en su bastón de palo vencedor y con el eco de su profunda voz de madera—solo los que no saben cuidar la belleza, los egoístas , los insensibles se comportan así. ¿Te duele, verdad? Pues perderás la mano si no te arrepientes de lo que pretendías hacer. Pide perdón por querer apropiarte de lo que es de todos y no tuyo solamente.

El orgullo del dios rojo le hizo resistir  por un momento; pero el dolor se hizo más agudo y al final, casi a gritos imploraba:

—Perdón, juro que jamás maltrataré a criatura alguna. Junto a ustedes voy a cuidar y a regar todas las flores.

No había terminado de hablar, cuando su mano quedó libre y las espinas desaparecieron…

Desde una rama del caimito se escuchó el canto de una paloma alegre que volaba hacia la paz.

 

Texto Grafitti 

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