Por más que la profesora le insistía en que un día se iba a hacer daño corriendo de ese modo, Wedaki tenía claro su objetivo. Sabía que muchos de sus ídolos, ganadores de medallas para Etiopía en las Olimpiadas, habían empezado del mismo modo que él, obligados por la lejanía de la escuela a sus poblados de origen. Wedaki no estaba dispuesto a dejar que nadie llegase antes que él, y se jactaba de adelantar incluso a quienes superaban sus nueve años de edad.

            Salía de casa siempre más tarde que su hermana, Gadise, que recorría aquellos diez kilómetros a diario, caminando, mientras él se veía obligado a acometer una alocada carrera si quería llegar a tiempo. Por más que le insistían sus padres, Wedaki siempre encontraba el modo de salirse con la suya, y si alguna vez le obligaban a salir junto a Gadise, él hallaba el modo de distraerse con alguien en el camino para llegar apurado de tiempo.

            Ya se veía en los titulares de todos los periódicos, yendo hasta el Palacio Nacional para ser recibido por los miembros del gobierno, o recibiendo algún tipo de homenaje en su aldea natal. Nadie acudía a la escuela con una mayor alegría de espíritu que él, aunque a nadie se le escapaban sus verdaderas motivaciones.

            Pero algo cambió el día que comenzaron a llegar camiones hasta el poblado, algo inaudito que ni los más viejos del lugar habían conocido. Wedaki, como todos los niños, se sintió atraído por la novedad, y no quiso perderse ningún detalle de lo que aquellos hombres llegados de tierras lejanas, se disponían a hacer. La utilidad de aquellos paneles, y de todo el mobiliario envuelto en embalajes que Wedaki había podido atisbar, era un verdadero misterio para él, hasta que la cruda realidad se manifestó frente a sus ojos: ¡una escuela! ¿Para qué necesitaban una en la aldea, si ya contaban otra en el poblado vecino?

            De todos los niños, era el único que no había recibido las nuevas instalaciones con alegría, pues veía cómo peligraba su prometedora carrera como atleta. Incluso llegó a hablar con el jefe del poblado, para tratar de hacerle comprender que con aquella construcción estaban perdiendo la ocasión de contar con alguien célebre de quien poder alardear, pero el anciano, a quien los años se habían encargado de proveer de sabiduría, le habló de otro tipo de ocupaciones a las que Wedaki podía dedicar su tiempo, gracias a las cuales podría ayudar a la gente a mejorar en sus condiciones de vida.

            El jefe salió a pasear por el poblado llevando de la mano al pequeño, con la intención de mostrarle la labor que estaban llevando a cabo quienes habían llegado en aquellos camiones. Para su sorpresa, Wedaki vio una larga fila de personas, que hacían cola a la puerta de otro pequeño edificio que hasta ese momento no había llamado su atención, ofuscado como estaba por la nueva escuela.

—¿Qué está haciendo toda esa gente ahí, jefe Motuma?

—Están esperando su turno para que les den medicinas.

—¿Y quién se las da?

—Estos señores que han venido a construir la escuela, han venido acompañados de un médico. Nosotros antes teníamos a un hechicero, en tiempos de mi abuelo, pero la gente dejó de hacerle caso cuando vieron que la medicina del hombre blanco era más efectiva que las danzas rituales.

—¿Y sólo los blancos conocen esos secretos?

—¿Quién te ha dicho que ese médico sea blanco?

La curiosidad de Wedaki no conocía límites, y corrió a ponerse en la fila —aunque no sentía ningún tipo de malestar—, con tal de conocer a ese hombre extraordinario al que todos iban a ver. Cuando llegó su turno, se quedó de piedra al ver al médico, de pie frente a él, con una bata blanca y un fonendoscopio colgando de su cuello. Jamás había visto nada semejante.

—¿Y qué es lo que te pasa a ti? —le preguntó el doctor—. Ya lo sé. Se te ha comido la lengua el gato.

—No, señor —dijo el niño finalmente—. Es sólo que nunca había visto a nadie como usted, capaz de ayudar a la gente de esta forma.

—Pues no he hecho nada que tú mismo no puedas hacer. Supongo que vas a la escuela, ¿verdad?

—Sí, señor, todos los días.

—Pues ese es el camino que debes seguir para llegar a estar aquí, donde yo estoy.

El pequeño salió de allí impresionado, y aquella noche apenas pudo dormir. El tipo de carrera que quitaba el sueño a Wedaki cambió aquel día.

 

Texto Juan José Tapia Urbano – fotografía Abay

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