Ya ha pasado un año desde que volvimos de Etiopía con nuestro hijo. Y aunque nunca olvidaré ese viaje, con todos sus momentos, uno siempre tiene la curiosidad de revisar fotografías, videos y demás recuerdos, con la intención de encontrar algo nuevo, una expresión, una sonrisa…Y apareció su foto. Marina.

Mi primer encuentro con Marina fue durante mi primera visita al supermercado cercano al hotel. Las familias que ya estaban varios días allí me la presentaron. Marina era una niña de unos once años, delgada, vestida con falda negra y sueter  rosa. Un pañuelo cubría su cabeza, y como descubriría en los días siguientes, también su pelo largo, recogido en trencitas. Además, poseía una dentadura blanquísima y unos ojos grandes, penetrantes. Y unas sandalias que no impedían que el polvo cubriera sus pies.

Marina solía esperar a las familias adoptantes para acompañarles a comprar. Solía coger a los niños, los besaba y nos hacía mil preguntas en un inglés aprendido del contacto con los demás. A cambio, le comprábamos algo de comer, como pasta, aceite o cereal. Nunca dinero. Y luego hacíamos el viaje de vuelta al hotel, nos despedíamos con un “hasta mañana”, y desaparecía por una esquina con su bolsa cargada.

Poco a poco fuimos conociendo su historia, aunque cuando nos juntábamos con otras familias, se distorsionaba un poco, sin saber si era debido a la interpretación de cada uno o que ella maquillaba su vida para ganarse nuestra confianza. Pero daba igual.

Marina nos contaba que por las mañanas iba al colegio, aunque muchas veces la vimos por los alrededores del hotel, escondiéndose de nosotros. Y no nos quedó muy claro si su madre estaba embarazada o ya había dado a luz, pues nos llegó a decir las dos cosas. Pero era algo que no importaba. Cuando salías por la puerta, mirábamos alrededor buscando su mirada. Y siempre estaba allí, en una esquina. Sonriendo.

El momento que más recuerdo fue el de una tarde, ya casi de noche, cuando tuve que ir a la farmacia. Empecé a caminar, solo, en la misma dirección que todos los días. A los pocos metros sentí una presencia a mi espalda, siguiéndome. Marina. Y me acompañó a comprar, recomendándome una farmacia mejor que otra. Y nos metimos al supermercado y compré lo mío y lo pactado, que era una garrafa de aceite; Y nos dimos la mano de camino al hotel; Y cuando desapareció por la esquina lloré. Por muchas cosas. Por sus once años, por la supervivencia, por la desigualdad, por la injusticia. Por mil cosas.

El último día Marina no apareció. No pudimos despedirnos de ella, ni darle todas las cosas que habíamos preparado para ella. Bolsas con comida y utensilios de comida. Las dejamos a cargo de la chica del hotel, pero nunca sabré si le llegó. Estuve mirando durante rato por los alrededores, caminando, con la esperanza de volver a sentir su presencia, girarme y verla allí, sonriendo y mirándome con aquellos ojos penetrantes. Pero no sucedió. Y aquel día prometí que no la olvidaría.

Texto de Vicente García Pedret e imagen de viajeaafrica.com

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