La ciudad entera parecía un inmenso rastro. Nada ni nadie estaba quieto; para ojos europeos esa actividad no tenía concierto alguno y resultaba chocante asistir al movimiento de la vida que fluía a borbotones, ruidosa, desparramándose por las calles. Jóvenes por todas partes. Grupos de pequeños que jugaban a los futbolines en cada esquina y compradores regateando delante de los puestos. Colorines de frutas y paraguas. En esa urbe de andamios de madera y alcantarillas monstruosas crecían desenvueltos niños de cientos de rizos y niñas con cientos de trenzas.

Para nuestra sorpresa, llegamos entonces a lo que verdaderamente era el mercado. De entre la muchedumbre salió una niña de, no cien, sino mil trenzas sujetas con abalorios de colores. Las trenzas se desprendían de su cabeza en todas las direcciones, como un recorrido de fuegos artificiales. Se plantó frente a nosotros con una caja colgada del cuello. Podría ser la versión africana de la vendedora de fósforos de Christian Andersen y allí estaba, una visión risueña en mitad del ajetreo del mercado más grande de ese continente… que si le comprábamos kleenex o una chuchería. Se llevó de nosotros algunas monedas y aún más bolsas de pañuelos y otras golosinas y siguió recorriendo aquel mercado gigantesco que pareció engullirla. Nosotros permanecimos en grupo, apiñados, detrás de nuestro guía mirando de reojo a las hordas de vendedores-ciegos-maltrechos-rastafaris-mendigos-oportunistas que también nos miraban de reojo a nosotros.

Nos introdujimos uno tras otro en la zona cubierta del mercado y paseamos en fila entre las mercancías que nos rodeaban y los gritos de los comerciantes. Aquello era un laberinto y perderse en ese bosque de voces incomprensibles no resultaba sugerente. Al sonido abrumador de la gente comprando, vendiendo y entrando, saliendo y llamando se unían los colores de los trajes, pañuelos, cestos y manteles, velos y cortinas.  Y, sin embargo, al doblar cada esquina me parecía oír un tintineo de abalorios.

Hicimos nuestras compras diligentemente en los puestos recomendados y, relajada con mi ganga bajo el brazo, me detuve a atarme los zapatos… cuando me levanté, mi grupo se había adelantado y no supe qué camino habían tomado. Recordé que el verano anterior, paseando en el mercadillo de mi pueblo, me habían robado la cartera. Empecé a sudar y a sentirme muy pequeña. Un comerciante me hizo pasar a su puesto de vestidos; contemplé el algodón blanco y las cenefas bordadas en colores alegres en esas camisolas anchas bajo las cuales el cuerpo sin duda se siente libre y respira.  Me despedí y salí. Ni señal del grupo. Un hombre se plantó ante mí y me mostró unos collares y también su sonrisa perfecta. Descubrí entonces que cuando una sonrisa es amplia los dientes no se tuercen porque crecen contentos y se me olvidó un poco que me había perdido… Entonces… el tintineo. Instintivamente me dirigí hacia ese sonido. Me detuvieron unas señoras que vendían mapas de África y recorrí con mi dedo la silueta del país, atravesé el Nilo Azul y me quedé a las puertas de una iglesia en Lalibela. Otro comerciante me secuestró en su puesto de instrumentos musicales;   tambores, liras y esas sonajas de madera y latón… sistros con los que curas y fieles habían acompañado durante siglos sus plegarias ortodoxas ancestrales.

Continué mi recorrido y fui yo la que ahora tenía deseo de verlo todo. A sabiendas de que muchos de esos puestos eran atracciones turísticas, pero consciente ya del poco tiempo que tenía para aprender Etiopía quise pararme, observarlo todo, fijarme en la urdimbre de los tapices, palpar las cestas, ver los gestos en las personas que conversaban, escuchar sus suspiros y canturreos y reconocer los fonemas del amárico, probarme uno de esos pañuelos blancos, oler las frutas y los tejidos, admirar los intrincados peinados de las mujeres… Se había hecho tarde y me sentía satisfecha de haber intuido tan siquiera las costumbres y esa forma diferente de enfrentarse a la vida. Me até los zapatos una vez más. En el suelo descubrí un abalorio rojo y un tintineo me indicó de nuevo la salida del laberinto. Allí, por donde habíamos entrado, me reuní con mi grupo, que había enviado ya al guía en mi búsqueda.

Cuando de nuevo estuvimos todos juntos, y a punto de subir a la furgoneta, en otra de las esquinas  ya libre de mercaderes, apareció de nuevo nuestra vendedora de cerillas. En la caja llevaba su nueva mercancía y con la sonrisa de empresaria con estrategia de marketing nos vendió los pañuelos y chupachuses que le habíamos regalado unas horas antes. Con el mismo garbo,  comiéndose a mordiscos una naranja sin pelar,  se adentró en la espesura del Merkato dejando tras de sí su tintineo de abalorios y un rastro de fuegos artificiales.

Texto de Carmen García Sevilla

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