Existe en el mundo un país pobre en recursos, pero también lleno de vida. Se encuentra en la zona cálida del continente africano, pues es un territorio árido en su mayoría. No obstante, en senderos donde la altitud es mayor, predominan matorrales y árboles propios de la sabana.

Cada verano, el calor vence al reino vegetal, dejándolo seco como la paja. Pero la lluvia se apiada de él y, gracias a su líquido vital, éste vuelve a surgir.

La mano artística de la Naturaleza desató, hace muchos años ya, la variedad en todo su esplendor. Las tierras de ese país se muestran coronadas de macizos, además de hacer su presencia pantanos de aguas salobres. En algunas zonas deshabitadas, la sal llegó a cristalizarse tanto que, a ojos del ser humano, hace imaginar que el suelo está decorado con flores de tamaño colosal.

Las gentes de ese extenso lugar viven, en gran parte, de lo que les brinda la tierra. Todos o muchos de ellos reciben muy poco dinero al día, lo que impide que puedan alimentar en condiciones a sus familias. Desafortunadamente, ése no es el único problema que sufren. Las enfermedades son otro mal que acaba con sus vidas, sin distinguir sexo ni edad.

Ese país, hermoso y triste a la vez, es Etiopía. Como un reloj de arena, el transcurso del tiempo no perdona a la gente que lo habita. Sin embargo, gracias a la ayuda recibida del exterior, subsiste aunque sea con la fatídica cuenta atrás de la miseria; es una maldición que llevan a cuestas.

El día que Etiopía no reciba ese empujón que da la vuelta al reloj de arena, los efectos serán nefastos. ¿Vamos a permitir que, igual que un niño huérfano, sin nadie que le ayude, se hunda en la miseria?

 

Texto Úrsula Melgar Arjona 

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