“Dos lunas llenas. Llenas de mar Adriático. ¡Nadie en esta ciudad posee un color de ojos tan alegre y azul como los tuyos!”, me decía mi madre cuando quería animarme. Claro que, en esta ciudad, nadie tiene los ojos azules y, prácticamente, no saben dónde está el mar Adriático. Sólo lo saben los ancianos, los que combatieron y vencieron al ejército de mi abuelo paterno. Y es que estos ojos son suyos, según dice mi madre. Y la máquina de café en la que he hecho tu macchiatto, añado yo. Incluso, el que estemos hablando es culpa de mi abuelo, ¡qué grande fue! … ¿Qué cómo era? Para contestar a esa pregunta lo mejor es que te prepare otro macchiatto, espera… Aquí tienes. Éste, con un tallo fresco de menta.

¿Sabes? Mi abuelo no era de aquí. ¿Cómo iba yo a presumir de ojos azules si no? Era de Italia, de un pueblo en la costa de Pescara. Desconozco dónde queda Pescara, pero debe ser un sitio de aventureros porque a mi abuelo, que se llamaba Badoglio, le gustaba escapar al campo cuando sus hermanos salían con la barca a pescar para poder comer. “¿¡Dónde has estado!?”, gritaba su padre a la vuelta. Badoglio le explicaba que a él no le gustaba permanecer encerrado en mitad de las aguas durante todo el día, que prefería buscar hierbas aromáticas en praderas y cunetas para luego vendérselas a los pescadores; con ellas podían disimular el olor del pescado podrido al sol en el mercado y venderlo más fácilmente. Sin embargo, pese a que le mostrara las monedas que había conseguido, no se libraba de que su padre le calentara los pantalones.

Así las cosas en casa, cansado de las sufridas labores del mar y de las zurras por escapar a recoger hierbabuena, albahaca o romero, cuando cumplió los dieciséis años se alistó en el ejército sin decírselo a sus padres. Una mañana de octubre, vestido de americana, con un petate ya hecho y sin desayunar, dio un beso a su madre, se despidió de sus hermanos, dijo que se iba a explorar las montañas africanas, que les escribiría, y echó a correr calle abajo, hacia el autobús que recogía a los mozos en la plaza mayor, antes de que su padre pudiera reaccionar.

Badoglio incumplió su promesa, como era de esperar. Supieron de él al año siguiente, a través de una foto publicada en el diario I’l Sole, en un artículo que informaba de la firma del Tratado de Wuchale entre los reinos de Italia y Etiopía. Mostraba al general Oreste Baratieri, al conde Antonelli y al emperador Menelik II firmando el tratado por el que al reino africano se le compensaba por la ayuda militar aportada durante la conquista de los territorios llamados Tigray y Amhara. Alrededor de los firmantes, un numeroso grupo de soldados italianos, y más numeroso de etíopes, sonreían a la cámara, fusiles en mano. En la cabeza de uno de los europeos se apreciaba una rama de laurel, a modo de corona romana. Fue el sorprendente detalle gracias al cuál descubrieron dónde se encontraba mi abuelo.

Toma. Son granos de café tostados al carbón y bañados en jugo de eucalipto. Saboréalos en la boca, sin masticar, mientras te cuento de dónde viene esta receta. Te gustarán.

Continúo. Gracias a su buena mano preparando salsas con las hierbas que encontraba, trabajaba de cocinero para el batallón. Pese a la sonriente imagen de mi abuelo en la foto, él estaba desencantado con la vida militar. Se había alistado con idea de explorar África, pero lo que había visto en el ejército le deprimió mucho, ¡y eso que no llegó a disparar un solo tiro! Estaba decidido a desertar, pero ¿cómo? No pensaba regresar a su casa. De hecho, tenía dos motivos para quedarse en las tierras abisinias: la majestuosa naturaleza que le habían descubierto sus interminables marchas militares y el amor que sentía por Abellese Waku, joven procedente de Tigray, huérfana por las guerras intestinas que consumían el país, a quien mi abuelo colocó como su pinche en el ejército de  Baratieri. Abellese conocía cómo dar un sabor original y exótico, mediante raíces y verduras, a las fibrosas carnes de cabras y ovejas. Los soldados estaban encantados con la mejoría del rancho desde la incorporación de la tigriña, aunque no lo hacían público; al contrario, humillaban a Badoglio por tomar bajo su protección a la nativa, por quién se peleaba ocasionalmente para rescatarla de las indecentes manos de sus compañeros, cuando estos se excedían con la bebida o mascando khat. Badoglio sabía que allí no encajaba y no escatimaría esfuerzos en buscar un lugar mejor. Su familia ya lo había vivido, pero huir del ejército italiano era más complicado que hacerlo del cinto de su padre.

En 1893, el general Baratieri movilizó sus tropas, mi abuelo incluido, cuando el rey Menelik II impugnó el Tratado de Wuchale, al descubrir que había firmado un engaño. Al parecer, de este tratado se hicieron dos copias en el idioma de cada bando, italiano y amariña. En la copia redactada por los italianos se puntualizó que Abisinia pasaba a ser un protectorado de Italia, mientras que en la copia escrita en amariña, se consideraba un país independiente. Descubierta la diferencia y sus consecuencias, los clanes eritreos y tigriñas se levantaron en armas. Fueron dos años de desplazamientos, escaramuzas, sitíos, emboscadas, ofensivas y contra-ofensivas, en los que los etíopes, peor armados, intentaron expulsar al moderno ejército italiano.

Rojo - Te cuento Etiopía

Durante las revueltas, Badoglio y Abellese, a la par que condimentaban cabritos y preparaban tortas de tef en la cocina de su batallón, entraron en contacto con los sublevados. Todos los días, mi abuelo salía del cuartel para cosechar el saquito de condimentos silvestres en las montañas. Las especias que halló con más frecuencia fueron los pastores. Estos le miraban con una mezcla de recelo y de miedo. A base de chocolate y cigarrillos americanos, logró que le pusieran en contacto con el clan de Bahta Hagos, a las órdenes de Menelik II. El líder tribal etíope, tras muchas medidas de seguridad, mantuvo una entrevista con el cocinero. Badoglio le habló de su decepción por lo que los italianos estaban haciendo en Abisinia, de Abellese, de su relación, de su difícil situación dentro el cuartel, de las constantes peleas para proteger a su amada y, en definitiva, de su necesidad de desertar. A cambio, sólo podía ofrecer información sobre los movimientos de su batallón. Pese a las victorias iniciales, Hagos sabía que su ejército luchaba en inferioridad de condiciones frente a los europeos. Él mejor que nadie sabía cómo de disciplinados y ambiciosos eran los soldados italianos, pues había combatido para ellos durante la ocupación de Eritrea. Toda ayuda le sería útil. Ese mismo día, la patria para Badoglio quedó reducida a una mujer tigriña y unas montañas verdes y desconocidas.

La tarde del decimotercer día de diciembre de 1894, mi abuelo informó a los pastores de la inminente partida de su batallón hacia Segeneiti, que había caído en poder de Hagos. Al día siguiente, la máquina de café se estropeó. Mientras Abellese salía a la rutinaria recolección de hierbas y raíces, Badoglio recibió permiso para abandonar el cuartel en busca de un taller que le facilitara la pieza rota para la animattora, como la bautizaron cariñosamente los soldados. Al anochecer, ninguno de los dos había regresado al cuartel. Un día más tarde, hartos de preguntar por mi abuelo en todos los locales de Asmara, los soldados de la patrulla partieron con el resto del Regio Esercito Italiano en dirección a Segeneiti.

¿Te ha sabido bien el café con eucalipto? ¡Pues espera a probar el té de hibisco! Mi abuela Waku enseñó a mi padre cómo aromatizar el té con los primeros pétalos de la flor. Ella lo había aprendido del desdentado pastor que la esperaba para sacarla de Eritrea y cruzar las montañas. Éste le transmitió sus conocimientos en infusiones naturales: para mejorar la resistencia física, para curar el mal de altura, para soportar el calor de enero, para aliviar el dolor de estómago, para dormir sin sobresaltos… Remedios naturales, en definitiva, para el duro trabajo del pastoreo en la montaña. Aunque no lo creas, esas lecciones decidieron media guerra.

Abellese y Badoglio se reunieron de nuevo en Adua, pero el avance italiano sobre la ciudad les hizo escapar hacia la cercana Aksum. Allí, ayudados por los insurgentes, se establecieron en las afueras, en una casita de barro próxima a las ruinas del palacio de Makeda, la reina de Saba. Aprovechando las paredes de piedra que aún quedaban en pie, mi abuelo cultivó plantas de café, que sólo atendía al caer la noche. Transcurrió año y medio antes de que Badoglio pudiera salir a la calle a la luz del sol, sin miedo a ser denunciado por algún vecino, detenido por sus propios compatriotas, juzgado como desertor y… vete a saber ¡Tal vez ahora no te estaría contando su historia! Fue después de que el ejército de Menelik II recuperara Adua y empujaran al general Baratieri y sus diezmadas tropas hacia Eritrea.

Unos convulsos meses después, en octubre de 1896, les llegó la noticia de que los italianos habían firmado el Tratado de Addis Abeba, reconociendo su engaño en Wuchale y la independencia de Etiopía. Hay quien dice que la decisiva victoria de Adua se debió a la soberbia de los europeos, demasiado confiados en su armamento; otros piensan que la ciudad fue conquistada porque las tribus locales superaban en número a los extranjeros; incluso, quienes creen que la ferocidad y el orgullo de los guerreros de Menelik fue suficiente para ganar la batalla… Yo sé de buena tinta que la guerra la decidieron mis abuelos: mientras los soldados etíopes se fortalecieron con las infusiones del pastor que les ofrecía Abellese a su paso por Aksum, las fuerzas italianas flaqueaban desde que dejaron de beber los “expressos” que preparaba Badoglio en la animattora, la misma que estropeó con un martillo antes de escapar del cuartel.

¿Que por qué mis abuelos no huyeron más allá de Aksum? Eso fue culpa de mi padre, que decidió nacer allí sin consultarlo con ellos. Pero la suya es otra historia que te contaré cuando acabes el té de hibisco…

Texto de Ricardo Sanz e imagen de Todo Colección .

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