TASHALE SE VA DE LA CIUDAD

Tashale y su familia se dirigían hacia un nuevo lugar. Era la primera vez que salían de la ciudad. El autobús estaba repleto de gente. Había hombres sentados portando cajas, otros aguantaban de pie llevando grandes bolsas cargadas de peso; las mujeres aguantaban en sus rodillas bultos a modo de maletas y sacos llenos de harina y patatas; había espacio hasta para las jaulas con gallinas ponedoras. Tashale aun así consiguió hacerse hueco entre la gente y pudo apoyar su cara en la ventanilla del autobús, sentía una curiosidad tremenda por ver todo lo que sucedía en el exterior. Era difícil mantener la cara pegada en la ventana sin ser estrujado por todas las personas que le rodeaban. De vez en cuando giraba su cabeza y veía como la ciudad se iba alejando poco a poco, quedándose atrás.

Sin darse apenas cuenta el paisaje había empezado a cambiar. El gris de la ciudad había desaparecido de modo silencioso y en su lugar los colores del campo habían empezado a ser los protagonistas

La gente vestía con ropas, aunque viejas y desgastadas, llenas de color; en sus caras se reflejaba el bienestar que produce vivir rodeado de naturaleza, una expresión muy distinta a la que él había visto en la ciudad. A Tashale parecía gustarle lo que estaba viendo.

Ese autobús estaba resultando muy divertido para él que podía ver un montón de cosa nuevas, pero no tanto para el resto de los pasajeros que tenía que viajar soportando los apretones de los demás, el polvo del rastro que dejaba a su paso el autobús por la carretera y que entraba por las ventanillas, que, a su vez, era preciso abrir para despejar el olor de las gallinas, que no sabían de modales y hacían sus necesidades en las jaulas, las que estaban encerradas, y las que estaban sueltas, en manos de sus dueños, dejaban caer sus pequeños excrementos libremente. El calor era asfixiante y aun así se podían oír los ronquidos de algún hombre que, ajeno a todo, se quedaba dormido con el traqueteo del autobús.

TASHALE SE VA DE LA CIUDAD

A lo largo del camino se podían contemplar un montón de acacias que ofrecían su sombra a los niños que se tumbaban bajo ella protegiéndose del calor y haciéndose cosquillas los unos a los otros. Tashale veía como los de su misma edad disfrutaban jugando; se divertían dándole patadas a una lata, se bañaban y chapoteaban en los charcos, corrían desnudos y parecían estar jugando al “pilla-pilla”. Los mayores llevaban de la mano a los más pequeños y se les veía caminar llevando cántaros apoyados en la cadera o en la cabeza, para llenarlos de agua. También eran capaces de hacerse cargo del ganado familiar; sólo necesitaban un palo de madera, para reconducir a los animales si se salían del rebaño

Los burros caminaban por el asfalto tranquilamente y no se alteraban por el paso de los autobuses, camiones o coches. Los rebaños de ovejas, cabras y vacas tampoco parecían asustarse al oír el claxon que sonaba para que se apartaran de la carretera; solo se apresuraban si su amo les daba con la vara dirigiéndoles hacia la cuneta.

Las madres estaban dentro de sus chozas preparando la comida o haciendo la colada que luego ponían a secar en la hierba o en una cuerda atada a dos árboles. Los hombres cultivaban el campo: patatas, tomates, coles, cebollas…; cuando hacían la recolección ponían las hortalizas a la venta, a pie de carretera, en puestos que improvisaban en el suelo para que todo el que pasara por allí pudiera comprar sus productos.

El autobús iba haciendo paradas en los pueblos y cuando los viajeros bajaban los niños se acercaban a ofrecerles semillas de “colo”.

 

TASHALE EN EL CAMPO

 Poco a poco el autobús se fue despejando. En una de las paradas, el padre de Tashale decidió bajarse junto a su familia. Quedaron quietos, quietos, en medio del campo mientras el autobús arrancaba y continuaba su recorrido. Durante un rato estuvieron parados sin saber muy bien qué hacer, mirando a todos los lados buscando algo, nada en concreto. El sol estaba cayendo y estaban cansados del viaje; habían estado subidos en ese autobús algo más de ocho horas; quedaron tumbados en el llano del campo y mientras descansaban se durmieron.

El amanecer del día siguiente les despertó con la grandeza de un sol que anunciaba un día nuevo y lleno de esperanza, porque la esperanza y ganas de vivir era algo que nunca se perdían. Y más vale que fuera así porque lo más valioso que poseían eran sus vidas; no tenían nada que perder, no tenían objetos materiales de los que dependían y de los cuales les costaba desprenderse y lo poco que tenían era compartido con una generosidad que les apartaba de las peleas, rencores y envidias; allí el sentido de la vida era levantarse y buscar algo en lo que ocuparse para poder alimentarse y disfrutar de lo que la propia naturaleza les proporcionaba.

Tashale que no había soltado en ningún momento su lata y su trapillo como herramienta de trabajo intuyó que donde estaba no lo iba a usar demasiado. No obstante se puso en marcha a la búsqueda de unos buenos zapatos sucios que poder limpiar.

Texto de Patricia Camuñas Verástegui e imagen de mamaetiopia.blogspot.com

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