Eshetu decidió que fuera mi hermano Wende quien heredase sus cafetos porque vio en él el mismo amor por la Naturaleza que alejó de su Italia natal a nuestro abuelo Badoglio. Cuando mi padre nos pedía ayuda para recoger las cerezas rojas de café, Wende ya estaba preparado junto a la puerta, con el cuévano de mimbre bajo su brazo y el retal de camisa, que empleaba como toalla para secar el sudor, alrededor de su cuello. En la faena, durante la cosecha, nosotros trabajábamos con la máxima desgana que nuestra situación familiar permitía. No te digo ya lo que era aquello durante los cortos tiempos de abundancia… Wende nos corregía, con humor y paciencia, aunque sabía que no teníamos remedio. “Si sigues cortando las cerezas tan verdes, Edelawit, el café sabrá tan amargo como los besos de ése que fue tu novio…”, le decía a mi hermana mayor. O “A lo mejor tienes suerte, llueven granos de café y el cesto se termina de llenar solo mientras sigues ahí sentado, Beniam”, observaba a mi segundo hermano. Nos reíamos de sus ocurrencias y le hacíamos caso, pues sus ironías se quedaban ahí, despertando nuestra sonrisa y muriendo en el momento; por el contrario, la mirada de nuestro padre Eshetu, cuando era él quien nos espabilaba de la holgazanería, podía seguirnos hasta la hora de dormir. Él, que pasó su infancia compartiendo lapiceros en la escuela, sabía de la importancia de colaborar para salir adelante. Desde el primer momento lo tuvo claro a la hora de ceder la labor de los cafetos a Wende.

Y mi hermano no le defraudó. Se dedicó en cuerpo y alma a mantener la plantación de cafetales de la familia, en las ruinas del palacio de Makeda. Pero nacían bocas hermanas a alimentar y era necesario vender más grano. Eshetu entregó la mitad de los ahorros a Wende y le pidió que comprara un terreno donde cultivar más café. Mi hermano logró llegar a un acuerdo con un vecino de Aksum y se hizo con unas tierras al otro lado de la montaña. Fueron tres o cuatro años muy apretados, sobreviviendo del comedor de mi padre, hasta que por fin pudimos vender el fruto maduro de los nuevos cafetos. Sin embargo, ese café no sabía igual que el procedente del palacio. Se corrió la voz por las plazas y mercados de Aksum y Adua. Wende estaba contrariado: se había dejado la piel para sacarlo adelante, pero su escaso sabor alejaba a los posibles clientes.

            Tan contrariado como yo con la cara que pones al beberte la limonada. ¿Qué le pasa? ¿Demasiado ácida para tu gusto? Está bien, por ser tú te echaré un poco más de azúcar. Aquí no la edulcoramos tanto como vosotros. Es una estrategia para soportar mejor el calor. Además, de esta forma nos parece que estamos tomando medicina, que expulsa las lombrices del intestino. Deberías acostumbrarte. A ver ahora…

Mi hermano pasó varios días en Adua, en la plaza donde se detenían las caravanas de camino a la costa del Mar Rojo. Allí montó un pequeño puesto con lo imprescindible: una lumbre, medio saco del nuevo grano, una chapa donde tostarlo, un mortero, un decantador de cuello alto y boca estrecha, y un par de vasos de barro. Mañanas y tardes ofrecía café gratis a los comerciantes de las caravanas a cambio de recibir algún consejo sobre cómo mejorar su sabor. Esperaba obtener alguna información experta por parte de algún cafetalero procedente del sur. Tras siete días de intercambio, casi siempre por nada, regresó a casa con una sensación agridulce.

– Falta sombra –nos explicó- Ese lado de la montaña recibe mucha luz del sol y las lluvias erosionan demasiado la pendiente de los cafetales. El grano sufre más que el de las plantas del palacio, cuyas ruinas dieron sombra a éstas al crecer, evitan que se pierda el agua de lluvia y aportan abrigo contra los vientos. ¿Cómo no se me había ocurrido antes…?

Las labores agrícolas son muy sufridas, y más aquí, con los medios de que disponemos. Pero mi hermano no desfallecía al desaliento. Y tenía paciencia. Creía que si se mimaba a la tierra, ésta te acabaría correspondiendo. Como así fue. Wende había plantado pequeños sicómoros y arbustos locales, transplantados de la ladera de la montaña. Parecía una tontería, sin embargo, en un par de años el sabor de la cosecha mejoró considerablemente.

Mientras nosotros le ayudábamos a traer los pesados cuévanos a casa, mis hermanas recolectaban los higos de los sicómoros y hacían mermelada que servían en el comedor. Con su corteza trenzaban cuerdas o la cocían para combatir los catarros, mezclada con la savia. Wende distribuía el café en tiendas y restaurantes de Adua, así como a las caravanas. A quienes antes se lo regalaba, ahora se lo vendía a buen precio. Poco a poco, su negocio fue prosperando, al punto de contratar a dos de los hijos de Tadeos, el amigo de mi padre. Se llamaban Yakob y Tesfaye.

A ellos les encargó las nuevas plantaciones al otro lado de la montaña. Eran amigos de la infancia y trabajadores honrados. Cada mañana acompañaban a mis hermanas, Edelawit y Bikiltu, quienes tenían más trabajo al crecer los sicómoros y, sobre todo, aumentar la demanda de mermelada de higos en el comedor. Yo cuidaba de los cafetos del palacio, desde donde veía regresar a los cuatro al caer la tarde, entre risas, por la carretera del lago Mai Nigus, con los cuévanos a la espalda.

Verde - Te cuento etiopía

En Aksum no pasó desapercibida la prosperidad de Wende. Otros le imitaron. Las plantaciones de café aumentaron y, con ellas, la competencia en los precios. Para entonces, mi hermano, heredero del inquieto y curioso espíritu de mi abuelo, ya había comprado cabras. El comedor también se surtió de su leche, y las caravanas, de los tambores que hacíamos en casa con la piel de los ovinos. Muchos días subía él a pastorearlas a la montaña, y pasaba las horas fabricando flautas con distintas maderas que iba recogiendo, o trayendo hierbas para probar como condimentos en el comedor. Fue muy sonado el café dulce con leche de cabra que nos ofreció en la boda de Yakob y Bikiltu, quienes se casaron el mismo día que Edelawit y Tesfaye, por deseo de mis hermanas. Es uno de los frutos que a veces dan las tareas del campo: la unión de quienes se afanan en ellas. El café no gustó mucho, es verdad, pero de aquella boda, o bodas, surgió un compromiso entre algunos vecinos cafetaleros de la ciudad: el de organizar una cooperativa.

En ella Wende no quiso participar. Le pudo la soberbia de haber levantado los cafetales y casi el comedor. Los años siguientes, las sequías que se cebaron con el país le enseñaron que había tomado una decisión equivocada, cosa que no le gustó. Mientras que en la nueva cooperativa del café repartieron el sufrimiento y las pérdidas, mi hermano no quiso repartirlo con nadie. Por eso se vino abajo cuando Yakob, Tesfaye y sus hermanos anunciaron su marcha a Israel, con sus mujeres e hijos, dentro del programa de repatriación de falashas. Wende se había quedado sin cosechas, sin hermanas y sin obreros que lucharan por los cultivos.

– Me pregunto si en Israel cultivarán café… –dijo un día mirando a través de la ventana. Sin darme tiempo a contestar, añadió- ¡Voy a ver cómo están Bikiltu y Edelawit!

Y desapareció prometiendo enviar noticias. De eso hace ya varios meses y seguimos sin saber de él.

Hoy es jueves, día en que  invitamos a Sentayehu a comer. Sentayehu es el “cartero” de Aksum, si es que podemos llamarlo así. Estoy ansioso por preguntarle si ha recibido noticias de mi hermano Wende… ¿Más limonada? La limonada es lo mejor que hay para valorar una historia. Dicen que, si la historia es buena, uno no se da cuenta de que se ha bebido la limonada, pero si es mala, en seguida quiere que le vuelvan a llenar el vaso. Voy a ver si consigo que no termines lo que te queda…

El relato familiar que te he contado esta tarde está plasmado en la bandera de Etiopía sujeta en aquella pared, junto a la puerta. Si te acercas, observarás que, sobre cada color, está cosido el nombre de los protagonistas del relato. Y no de forma caprichosa: cada generación está asociada a una franja de la bandera. Aunque no se puede negar que la bandera es anterior a mis ancestros, en mi opinión, son ellos quienes han dado sentido a los colores de este símbolo nacional.

El rojo, por mis abuelos Abellese y Badoglio, que participaron de alguna forma en la lucha por mantener el país en nuestras manos; ella sanando a los guerreros de Menelik II, con infusiones y cataplasmas, y él desertando del ejército italiano. Esta franja se eligió del intenso color de la sangre por ellos y por todos los que no volvieron a casa tras las guerras que nuestro pueblo ha soportado en defensa de su independencia.

Mi padre Eshetu y sus amigos de infancia, Tadeos y Kiddistu, pintaron la banda amarilla. Uno, cristiano ortodoxo; el otro también, aunque con raíces judías y tomado por falasha; ella, musulmana suní. Su amistad reflejó cómo nuestra fe ha descansado en diferentes deidades, en religiones traídas por gentes de procedencias dispares, como el esclavo Frumencio, que convirtió al cristianismo al rey etíope Ezana; o los mercaderes del Mar Rojo, viajando de orilla a orilla entre la península arábiga y Eritrea, importando telas, dátiles y las enseñanzas de Mahoma; o Makeda, la Reina de Saba, que estrechó lazos con el rey judío Salomón… Todas las creencias han sabido convivir y encontrar su espacio desde el Tigray hasta Gofa. ¡Y hasta se han unido para comprar lapiceros a mi padre y sus amigos!

Finalmente, la historia de mi hermano Wende da color a la última franja de la bandera: la verde. El café, el “oro negro” que llamáis los occidentales, sus abundantes cosechas gracias a estas montañas y este clima que medio año te abrasa y otro medio te mancha de barro hasta el cuello de la camisa… La tierra, que recogió en su seno los cuerpos de quienes la defendieron con sus vidas y escuchó atenta las plegarias de quienes se arrodillaron sobre ella, respondió a todos con su fertilidad, en agradecimiento a los primeros y en socorro de los segundos.

El azul del círculo central representa las lunas llenas de mar Adriático del narrador, por si aún lo dudabas…

Por ahí se acerca Sentayehu.

Texto de Ricardo Sanz Molpeceres e imagen de doblecestudio.es.

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