Este cuento dura lo que dura la ceremonia del café. Quiere ser pausado, aromático, oscuro como los rostros más bellos y entretenido como una reunión de amigos.

Imposible pegar ojo. La lámpara no se enciende porque ha vuelto a haber un apagón. Es una de esas noches en las que las imágenes del día han espantado al sueño. La manta no es suficiente y la sensación es de fresco. Me gustaría levantarme y tomar algo caliente… y es entonces cuando recuerdo la ceremonia.

Fuera la tarde era agradable. Los niños disfrutaban en el patio recordando canciones e inventándose juegos, cada cual en su idioma. Dentro, la anfitriona, Yodit,  llegó majestuosa vestida de blanco, con su ofrenda entre las manos, el recipiente con pepitas de café, y la bandeja con pequeños cuencos a su lado. Un par de invitados cogieron unos granos y juguetearon con ellos entre los dedos. Hilillos de perfume de incienso danzaban entre las cabezas de todos los que asistían a esa exquisita sobremesa.

Los niños jugaban también a las comiditas y, cuando desde la sala  les llegó el olor del café tostándose, se levantaron a admirar que aquellas semillas marrones pudieran al calor desprender ese aroma que, sin que ellos lo supieran, impregnó su memoria. Con delicadeza, la mujer de blanco removía con una vara metálica los granos que crujían en el platillo. Los niños observaban atentos. Yodit ofreció a los más curiosos algunas semillas tostadas, pasó a un mortero el resto y, entonces, las molió con la facilidad de alguien que ya lo ha hecho muchas veces, agasajar a sus invitados con una acogida etíope y dedicar a ellos cada paso en la gran ceremonia del café.

Niños e invitados miraban casi en silencio. La anfitriona colocó el polvo de café en una cafetera con agua, una jarra de cerámica, con cuello y asa alargados y la solera de años de ceremonias. Puso todo a calentar sobre el infiernillo. Y de nuevo el milagro del aroma que despertaba con el calor del fuego, y el líquido borbotando, humeante. Estaba listo. Yodit llenó con el café las tazas ya preparadas en la bandeja, evitando delicadamente que cayeran los posos, y las distribuyó entre todos los mayores. En cada cuenquito parecía haber vertido la hospitalidad de su pueblo, el sabor paladeado por generaciones, el vigor de una bebida caliente rodeada de caras amigas… Y en las mesas colocó también grandes fuentes con palomitas, sobre las que se abalanzaron los niños, aunque en realidad eran el acompañamiento del café. Surgieron conversaciones, se intercambiaron anécdotas, confesiones, historias… Los niños cogían palomitas a puñados y algún que otro mayor se animó a probar el café con sal y mantequilla. Alguna tos y muchas risas. Más historias, mientras las tazas se iban vaciando.

Una vez vacías, Yodit se las llevó todas. Las lavó y las dispuso en la misma bandeja. Rellenó los cuencos de palomitas. Se fue y volvió con más granos de café… Tostó, molió, hirvió, sirvió y ofreció de nuevo café a los invitados, apabullados ante el despliegue de hospitalidad y agradecidos, contentos de ser partícipes de esa tradición, parlanchines y confidentes.

La tarde había ido pasando. La negrura de la noche era tranquila y las risas de los niños se escuchaba nítida en la oscuridad de la hora. En los cuencos quedaban unas cuantas palomitas, unos granos de maíz y el café tostado que había quedado sin machacar. Nadie se dio cuenta, enredados como estaban en animada conversación, pero los niños vaciaron los cuencos en el patio y dieron vida a aquellos granos blancos y negros que, en realidad, no eran ni negros ni blancos, sino de variados tonos de un mismo color. Improvisaron una partida de damas, echaron una a las canicas y otra al tres en raya, se decoraron con palomitas blancas el pelo negro anillado y, con un bote y los granos oscuros de café, improvisaron una maraca. Las palomitas fueron flores, nieve y algodón, y las pepitas de café hicieron de bolitas de collar y piedras mágicas. -Amigo café – le dijo un grano de maíz a otro de café -, puedes ser amargo y duro, pero si te tratan bien ofreces la calidez de una bebida reconfortante. -Amigo maíz -respondió el café,  -pepita dorada y fría, también tú te alegras y saltas cuando te ofrecen calor; entonces te vistes de blanco, como nuestros hombres y mujeres en día de fiesta, y te vuelves crujiente y risueña.

Dentro, Yodit volvió a recoger las tazas vacías, las fregó y colocó en la bandeja… De nuevo regresó con más café que, orgulloso de ser el protagonista de la reunión, volvió a chisporrotear sobre el fogón, se dejó moler, al hervir desprendió con nueva fuerza su olor cautivador, cayó lentamente en cada taza y, más lentamente aún, fue saboreado por tercera y última vez ese día.

¿Y qué hacer si una nunca toma café y en una tarde se bebe tres tazas de café negro, fuerte y sabroso? Permanece en la cama con los ojos abiertos, incapaz de conciliar el sueño, y da vueltas y más vueltas. Entonces piensa en la acogedora ceremonia que han hecho en su honor esa misma tarde, se levanta… y la escribe,  a la luz de una vela, porque el apagón continúa, como tan frecuente es en Addis, y porque en la oscuridad el aroma del café se abre paso decidido y las palomitas relucen como ojillos curiosos en un rostro moreno. Todo huele bien, el negro nocturno me envuelve como un poncho de lana oscura y ya no tengo frío. Y por la maravillosa  tarde que ha dado paso a esta noche de cálido insomnio solo queda decir, con ortografía imprecisa pero gratitud inmensa: Ameseguenale.

Este cuento dura lo que dura la ceremonia del café. Quiere ser pausado, aromático, oscuro como los rostros más bellos y entretenido como una reunión de amigos.

Imposible pegar ojo. La lámpara no se enciende porque ha vuelto a haber un apagón. Es una de esas noches en las que las imágenes del día han espantado al sueño. La manta no es suficiente y la sensación es de fresco. Me gustaría levantarme y tomar algo caliente… y es entonces cuando recuerdo la ceremonia.

Fuera la tarde era agradable. Los niños disfrutaban en el patio recordando canciones e inventándose juegos, cada cual en su idioma. Dentro, la anfitriona, Yodit,  llegó majestuosa vestida de blanco, con su ofrenda entre las manos, el recipiente con pepitas de café, y la bandeja con pequeños cuencos a su lado. Un par de invitados cogieron unos granos y juguetearon con ellos entre los dedos. Hilillos de perfume de incienso danzaban entre las cabezas de todos los que asistían a esa exquisita sobremesa.

Los niños jugaban también a las comiditas y, cuando desde la sala  les llegó el olor del café tostándose, se levantaron a admirar que aquellas semillas marrones pudieran al calor desprender ese aroma que, sin que ellos lo supieran, impregnó su memoria. Con delicadeza, la mujer de blanco removía con una vara metálica los granos que crujían en el platillo. Los niños observaban atentos. Yodit ofreció a los más curiosos algunas semillas tostadas, pasó a un mortero el resto y, entonces, las molió con la facilidad de alguien que ya lo ha hecho muchas veces, agasajar a sus invitados con una acogida etíope y dedicar a ellos cada paso en la gran ceremonia del café.

Niños e invitados miraban casi en silencio. La anfitriona colocó el polvo de café en una cafetera con agua, una jarra de cerámica, con cuello y asa alargados y la solera de años de ceremonias. Puso todo a calentar sobre el infiernillo. Y de nuevo el milagro del aroma que despertaba con el calor del fuego, y el líquido borbotando, humeante. Estaba listo. Yodit llenó con el café las tazas ya preparadas en la bandeja, evitando delicadamente que cayeran los posos, y las distribuyó entre todos los mayores. En cada cuenquito parecía haber vertido la hospitalidad de su pueblo, el sabor paladeado por generaciones, el vigor de una bebida caliente rodeada de caras amigas… Y en las mesas colocó también grandes fuentes con palomitas, sobre las que se abalanzaron los niños, aunque en realidad eran el acompañamiento del café. Surgieron conversaciones, se intercambiaron anécdotas, confesiones, historias… Los niños cogían palomitas a puñados y algún que otro mayor se animó a probar el café con sal y mantequilla. Alguna tos y muchas risas. Más historias, mientras las tazas se iban vaciando.

Una vez vacías, Yodit se las llevó todas. Las lavó y las dispuso en la misma bandeja. Rellenó los cuencos de palomitas. Se fue y volvió con más granos de café… Tostó, molió, hirvió, sirvió y ofreció de nuevo café a los invitados, apabullados ante el despliegue de hospitalidad y agradecidos, contentos de ser partícipes de esa tradición, parlanchines y confidentes.

La tarde había ido pasando. La negrura de la noche era tranquila y las risas de los niños se escuchaba nítida en la oscuridad de la hora. En los cuencos quedaban unas cuantas palomitas, unos granos de maíz y el café tostado que había quedado sin machacar. Nadie se dio cuenta, enredados como estaban en animada conversación, pero los niños vaciaron los cuencos en el patio y dieron vida a aquellos granos blancos y negros que, en realidad, no eran ni negros ni blancos, sino de variados tonos de un mismo color. Improvisaron una partida de damas, echaron una a las canicas y otra al tres en raya, se decoraron con palomitas blancas el pelo negro anillado y, con un bote y los granos oscuros de café, improvisaron una maraca. Las palomitas fueron flores, nieve y algodón, y las pepitas de café hicieron de bolitas de collar y piedras mágicas. -Amigo café – le dijo un grano de maíz a otro de café -, puedes ser amargo y duro, pero si te tratan bien ofreces la calidez de una bebida reconfortante. -Amigo maíz -respondió el café,  -pepita dorada y fría, también tú te alegras y saltas cuando te ofrecen calor; entonces te vistes de blanco, como nuestros hombres y mujeres en día de fiesta, y te vuelves crujiente y risueña.

Dentro, Yodit volvió a recoger las tazas vacías, las fregó y colocó en la bandeja… De nuevo regresó con más café que, orgulloso de ser el protagonista de la reunión, volvió a chisporrotear sobre el fogón, se dejó moler, al hervir desprendió con nueva fuerza su olor cautivador, cayó lentamente en cada taza y, más lentamente aún, fue saboreado por tercera y última vez ese día.

¿Y qué hacer si una nunca toma café y en una tarde se bebe tres tazas de café negro, fuerte y sabroso? Permanece en la cama con los ojos abiertos, incapaz de conciliar el sueño, y da vueltas y más vueltas. Entonces piensa en la acogedora ceremonia que han hecho en su honor esa misma tarde, se levanta… y la escribe,  a la luz de una vela, porque el apagón continúa, como tan frecuente es en Addis, y porque en la oscuridad el aroma del café se abre paso decidido y las palomitas relucen como ojillos curiosos en un rostro moreno. Todo huele bien, el negro nocturno me envuelve como un poncho de lana oscura y ya no tengo frío. Y por la maravillosa  tarde que ha dado paso a esta noche de cálido insomnio solo queda decir, con ortografía imprecisa pero gratitud inmensa: Ameseguenale.

Texto Carmen García Sevilla – imágen abeba.org

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