–           Llevaba un buen rato intentando ver lo que sucedía tras la valla, buscando un pequeño hueco al que asomarme. Siempre había escuchado hablar de aquellos hombres pero nunca los había podido ver de cerca. Y aquel momento, claro, era mi oportunidad. Por eso me acerqué a la ciudad. Algo que muy pocas veces acostumbraba hacer.

Recuerdo que hacía mucho calor a pesar que el cielo estaba tintado de gris. Mientras tanto, yo seguía luchando por ver lo que ocurría tras el cercado  enfrentándome con un guardia de seguridad a quién rogaba en mi macarrónico inglés que me dejara asomar la cabeza. – It`s only one moment, please.

Y entonces, tras los alambres, pude ver, por fin, un corredor de fondo.

Yo creía, ingenuo, que aquellos deportistas serian superhombres; altos, fuertes, musculosos… Y lo eran, superhombres, pero al contrario de lo que pensaba eran enjutos, delgados y fibrosos.

A mi lado, un grupo de brasileños ataviados con sus banderas amarradas a la cintura alentaban a sus paisanos y muchos curiosos aprovechaban la mañana de domingo para asomarse al espectáculo.

De repente, delante de mí y detrás de la valla, un pequeño atleta se sienta sobre un bordillo. Lleva un pantaloncito corto de color rojo y marca unas flacas pero rígidas piernas. Tiene la piel tersa, las venas atrapadas y escondidas entre la escasa carne, los gemelos evidentes… el muchacho, porque era joven aún, se descalza. Mira bien sus zapatillas y se las vuelve a colocar con despaciosidad. Lleva una camiseta de tirantes color verde parecido al tono de las lanceoladas hojas de eucaliptos… aún así no conseguía ver el nombre del país que representaba. Le grité para que se fijara en mí mientras intentaba sacarme del bolsillo la cámara de fotos. Y entonces se giró.

Tenía el rostro huesudo, oscuro, con un profundo iris dentro de su mirada, un gesto amable pero concentrado se escapaba de sus mejillas. Los dientes mal alineados, la barba dura y áspera. Una cicatriz en el pómulo. El cabello, cortado a cepillo, es rizado y de color carbón. Le sonrío. Él hace lo mismo. Entonces pude ver impreso sobre su camiseta: ETHIOPIA. En letras blancas.

atleta etiope

–           Sigue, abuelo, sigue por favor. Que ocurrió después…

Las vetas de la madera crujen dentro de la chimenea, fuera hace fresco. El invierno había llegado a aquel caserío rodeado de pasto. El niño se fijaba en su abuelo esperando que este continuara con la historia, que más que historia era una anécdota escondida en un rincón de los recuerdos del anciano que ya nunca pensaba volver a rescatar.

Él era un hombre rechoncho, con una boina perenne sobre su cabeza que intentaba disimular el poco pelo que ya le quedaba. Y con un bastón al que siempre acudía como amigo fiel en sus caminatas en soledad entre el pace del ganado de los alrededores.

Tras la petición de su nieto prosiguió:

–           Yo nunca había escuchado aquel país. Era la primera vez… Bueno, verás, el caso es que aquel muchacho mientras se acordonaba las zapatillas me sonrió de una forma tan apacible, tan agradable… Desde ese momento ya supe que quería que fuera él quien venciera la carrera.

Como era un circuito al que había que dar varias vueltas siempre me fijaba en él, y él siempre estaba entre el grupo cabecero. Me hacía un guiñó y yo perseguía sus pasos y sus tobillos huesudos perderse a través del bulevar.

–           Entonces qué… abuelo sigue, por favor…

–           Pronto se adelantó al resto. Corría veloz elevando los talones. Como si volara sobre el asfalto. Siempre con un trote elegante. Parecía un antílope. Ágil. Sin que al parecer el cansancio le hiciera mella, sino al contrario. Crecido con el paso de los kilómetros. Corría y corría entre los lujosos edificios, entre los obturadores de las cámaras fotográficas, el ánimo del gentío… quizás pensaba que lo hacía entre una llanura de acacias. Sus pasos eran como si los marcaran las cuerdas de un krar.

–           ¿Y ganó?

–           Pues… no lo recuerdo bien… quizás sí… no es lo importante… Entonces cuando Manuel, tu padre, me dijo que tenía pensado adoptar un niño en Etiopía a mí se me vino a la cabeza el nombre que lucía en la camiseta aquel atleta de mirada noble que corría como si atravesara la sabana… Sí. Etiopía. Y pensé que seguro que proviniendo de aquellas tierras cafeteras y manantial de grandes deportistas sería un nieto fantástico. El mejor. Y no me equivoqué.

Y aquel niño, que ya no lo era tanto, se acercó a su abuelo y le besó en la frente antes de irse a dormir. Le dijo que lo quería mucho mientras al anciano se le derramaban lágrimas por las mejillas. Dejando mojadas algunas arrugas.

Fuera comenzaba a llover. En Addis Abeba hacía rato que lo hacía.

Texto de Gabriel Camero Martín e imagen de juegos-olimpicos.com

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