Hacía calor, llevábamos casi dos horas de camino, estábamos a punto de llegar. Y aunque el cansancio de estos días y el traqueteo del jeep favorecían el agotamiento de mi cuerpo, estaba más despierta que nunca.

Mi corazón latía con fuerza y buscaba con mis ojos, a través de la ventanilla, la casa donde le vi por última vez.

“¡Aquí es!” dije en voz alta creyendo que lo había hecho para mis adentros. El jeep se detuvo y sin que me diera tiempo a bajar la ventanilla, le vi.

Salió corriendo hacia la polvorienta carretera con su irrepetible sonrisa.”¡Hola, hola!”, le grité, consciente de que no me entendía.

Alargué mi mano por la ventanilla y él hizo lo mismo con la suya. Ahí estábamos, agarrados, el resto del mundo desapareció por un instante.

Una voz, desde el interior del jeep dijo “¿por qué no lo subes al coche?”, “¿en serio, de verdad?” dije temiendo que la voz cambiara de parecer. Le abracé y le subí conmigo haciendo hueco en el asiento de atrás.

Puede que no fueran más de dos minutos los que tardamos en llegar a la Escuela de Baco Walmara. Pero fueron dos maravillosos minutos. Nuestras manos eran una, su carita se deslizaba suavemente acariciando mi brazo y yo sentía una felicidad plena.

Pasamos la tarde sin despegarnos. Debíamos visitar la escuela, el centro de salud y la casa del alcalde. Él no se movió de mi lado. Ni permitió que mi mano dejase de apretar la suya.

Yo le hablaba a sabiendas de que él no me entendía y él hacía lo mismo conmigo. Una de las veces, ante su insistencia en la misma frase, pregunté al director de la escuela que se encontraba allí cerca, por su significado.” Dice que quiere irse contigo, a tu país”.

No pude esconder la emoción y mi rostro desveló mi debilidad por él.

Sabía que cada minuto que pasaba a su lado, supondría más sufrimiento en nuestra despedida.

El final de la tarde llegaba y debíamos marcharnos. El dolor aprisionaba mi corazón como si le hubiesen colocado una gran piedra.

No era capaz de despedirme de él, tal vez para siempre. No podía despedirme de sus grandes y brillantes ojos negros, de sus diminutas y sucias manos, de su amplia sonrisa, de su pelo enmarañado.

Lo miré como quien desea retener una imagen para siempre. Su ropita sucia y rota, sus pies descalzos, su preciosa piel morena llena de polvo, su nariz pequeñita, su ternura…

Debíamos subirnos en el jeep. Debía despedirme. Pero no podía, no quería…

Apresuradamente me quité la goma del pelo que tenía en mi muñeca y la puse en la suya. Lo abrace y le dije, “para que te acuerdes de mí, yo no te voy a olvidar”.

Y sin volver la vista atrás subí al jeep.

No podía mirar por la ventana, no podía mirar atrás mientras  arrancaba. Allí se quedó, sin apenas despedirme.

Y pensé en la goma que acabada de poner en su muñequita. Era una goma… una goma ¡¡¡roja!!! No podía creerlo, era roja. No era “mi hilo rojo”, pero era “mi goma roja” una goma elástica que nos volvería a unir algún día, que no se rompería, que al estirarla… nos atraparía a los dos cuando tuviera que recuperar su forma.

La imagen se repetía en mi cabeza una y otra vez… le di mi “nuestra” goma ROJA.

Lloraban mis ojos y mi alma… Miraba absorta por la ventana… Fayissa… No podría olvidarte, no quería olvidarte. Te llevaría conmigo, en mi recuerdo de aquellos dos imborrables días.

El camino de vuelta se hizo largo, la noche cayó mientas alcanzábamos Addis. Mis ojos se cerraron y mi mente volvió a Walmara… siempre contigo.

Texto e imágenes de María Crespi.

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