Al abrir el diario los pétalos se desprendieron. Salieron, liberados de entre las páginas, como los bichitos que entre ellos mariposeaban cuando aún eran flores, flores rojas, flores nuevas, flores en una ladera del monte Entoto.

Y, con los pétalos, brotaron también los recuerdos.

Del monte Entoto bajaban las mujeres cargadas de leña, sujeta en haces de enormes palos que, sobre sus espaldas, las hacían caminar despacio, encorvadas por el peso de la madera. Eran muchas y ocupaban ambos lados de la carretera, pero ni siquiera tenían el respiro de una conversación que les aliviara la fatiga, porque el tamaño de su carga las obligaba a caminar guardando distancia. Las que subían la colina, libres momentáneamente del peso, lo hacían de manera errática, ajenas a la trayectoria de los vehículos que, con frecuencia, tenían que esquivarlas.

Las mujeres. Siempre llevando algo sobre los hombros: las ramas de los eucaliptos, garrafas de agua, la fruta para los puestos junto al camino, la preocupación de los quehaceres…

Yo recogía unas flores del monte y las metía en un libro. Ellas, que no sabían leer, levantaban montones de palos y los transportaban a sus cabañas.

Pero, sobre todo, lo que las mujeres llevaban a sus espaldas eran sus niños; bebés amorosamente envueltos y protegidos del sol africano por vistosos paraguas. Amarraditos a ellas, con las orejitas pegadas al cuerpo de la mamá sintiendo los latidos del corazón y la respiración ajetreada de la madre que trajina, levanta, transporta, restriega, lamenta, soporta, recolecta y muele… y cuida y ama más que a nada a la criatura que reposa sobre su lomo.

Escribo en mi libreta lo que ha sucedido en el día. Recuerdo que Addis Abeba significa “flor nueva” y apunto el nuevo gesto dulce que he descubierto en la cara de mi hijo. Recoloco las flores entre las hojas. Quiero conservarlas como un recuerdo del país donde nació. Así era mi mañana de excursión en el monte Entoto. Y entonces me fijé en las mujeres. Cuántas. Cabizbajas y los pasos rápidos pero, tan cortos que su avance ha de ser eterno bajo el plomo de la madera que acarrean. Las imagino llegando sin aliento a su destino y con dificultad despojarse de la leña para cambiarla por el bebé que la espera y acariciará con su mejilla el cuello dolorido por el esfuerzo. Las imagino encendiendo fuego y haciendo café y riendo con las vecinas. Pero también las imagino desplomándose por el camino, dejando rodar los troncos y a un niño esperándola en vano.

Los pétalos permanecen en el diario y solo me acuerdo de ellos cuando repaso lo que escribí. Sin embargo, el recuerdo de las ramas de eucalipto y de las mujeres que las transportaban, y el de los hijos que cuidaban, o el de los que no pudieron cuidar nunca más, es el más intenso. Pienso en ellas cuando en la tienda voy poniendo los paquetes de comida precocinada en el carro de la compra y cuando las tardes de febrero palpo el radiador caliente pero, sobre todo, cuando mi hijo se sube a caballo agarrado a mis hombros y lo puedo sujetar porque no hay otra carga que mi espalda deba soportar.

Texto de Carmen García Sevilla e imagen de mujeryciencia.es

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