El viejo semáforo de Bahar Dar (Etiopía) ya no sirve para ordenar el tráfico. Sus luces llevan tiempo apagadas. Mucho más tiempo del que sus moradores pueden recordar.

Las funciones de este singular semáforo, localizado en una de las principales intersecciones de la ciudad, son otras. El semáforo será una referencia espacial obligatoria para cualquiera que pregunte por una dirección en el centro de Bahar Dar. Además, el semáforo es el campamento base de un grupo de niños sin hogar.

Entre tres y cinco niños, de edades desconocidas (incluso por ellos mismos), se reúnen todas las noches bajo el minúsculo y mugriento porche de la glorieta en la que se levanta el semáforo. Los niños del semáforo matan el tiempo jugando con cartones y desperdicios, fumando cigarrillos, masticando hojas de khat (planta usada tradicionalmente por sus propiedades estimulantes, entre otras…) y mendigando. En las inmediaciones del semáforo extienden la mano y exclaman –and birr– (un birr, unos 5 céntimos de euro). Cuando llega la noche, ocasionalmente, encienden hogueras con plásticos. Hogueras que impregnan con su característico olor los harapos que cubren sus frágiles cuerpos. El fuego les calienta y les alumbra, pues ni siquiera la luz del semáforo ilumina sus noches.

El semáforo de Bahar Dar - Te cuento Etiopía

Recientemente un niño discapacitado se ha incorporado al grupo del semáforo. Hace gala de su valentía esquivando el tráfico de la avenida adyacente al semáforo, con sendos cartones en las manos y con torpes movimientos. Su intención no es otra que la de integrarse en el jerarquizado grupo. Los reflejos del los conductores han evitado la tragedia. Él ha tardado poco en olvidarse, a los pocos minutos ya dormita agazapado bajo el porche del semáforo. Ya es uno más.

La jerarquía del grupo parece simple, los débiles son la diana de todas las burlas y las últimas piezas en encajar en ese tetris de cuerpos que se forma noche tras noche. Los otros niños de la calle, aquellos que venden chicles y pañuelos de papel, parecen estar muy por encima esta particular pirámide social de la infancia perdida. Los niños del semáforo se agrupan en ocasiones alrededor de los niños de los chicles, escuchando sus consejos, mientras guardan prudencialmente las distancias. Al contrario que los niños del semáforo los niños de los chicles no suelen ir descalzos. Ellos no piden, ellos venden…

El tabaco, el khat y las emanaciones tóxicas procedentes de automóviles y de la combustión de los plásticos no parecen hacer peligrar la integridad física del colectivo del semáforo, al menos a corto plazo. El mayor peligro, con diferencia, es el tráfico rodado que sitia el semáforo. Un tráfico que no es excesivo pero es suficiente para poner en riesgo la vida de aquellos que tienen el asfalto como salón de juegos.

El penetrante aroma a plástico quemado volvió a entrar anoche por las ventanas abiertas de aquel restaurante, a escasos veinte metros de la glorieta del semáforo. No hace falta verlos para saber que siguen ahí.

Texto e imágenes de Jorge Albuixech Martí.

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