Soshna es una increíble mujer etíope de 25 años que conocimos el año pasado en nuestra estancia en Etiopia, con el fin de ir a buscar a nuestro niño adoptado.

La primera vez que la vi, en el hostal donde nos alojábamos, me llamó la atención su extremada belleza y su amabilidad infinita. Cada vez que nos encontrábamos nos atrapaba con su dulce sonrisa y su servil complacencia. Era la responsable del tema de la limpieza en las habitaciones y siempre tenía para nosotros, -y, imaginamos para el resto de las personas allí alojadas-, una palabra amable y un gesto que invitaba a la conversación. Se dirigía a nosotros en inglés, un inglés bastante fluido con matices etíopes. Nos preguntaba siempre si necesitábamos alguna cosa, si podía ayudarnos en algo y, sobre todo, se interesaba por el bienestar del niño y sus necesidades, habiéndose dirigido a él en amárico, el idioma etíope, para preguntarle cosas o simplemente para decirle lo guapo que estaba.

Soshna me parecía la mujer más dulce que había conocido en mi vida y no me equivocaba con mis intuiciones, como casi siempre que conozco a alguien, creo que tengo un pequeño don para averiguar rápidamente si una personita es realmente buena o no, al menos para mí. Puedo equivocarme, porque no soy una máquina, pero en la mayoría de casos acierto al 100%, y esa vez tampoco iba a ser la excepción.

Un día, de los 28 que pasamos en Addis Abeba, íbamos paseando con el fin de llegar al centro para pasar una mañana de domingo y descubrir más cosas interesantes sobre Addis y sus gentes, sus costumbres y su manera de ser. Estábamos ávidos de llevarnos con nosotros todo lo que nos ayudara a comprender y conocer mejor el país de nuestro niño adoptado. Compramos regalos para nuestra casa y para nuestros familiares y amigos, pequeños símbolos para no olvidar jamás que estuvimos aquí, que nuestro niño es de aquí, que sus orígenes se encuentran aquí, en este maravilloso lugar, que convenimos volver a visitar dentro de unos años.

Ese mismo día, teniendo los cinco sentidos puestos en tantas y tantas cosas relacionadas con Etiopia, Soshna nos salió al paso en el camino, se alegró muchísimo de vernos, igual que nosotros a ella, y nos invitó a su casa, que no estaba muy lejos de donde nos encontrábamos. Primero declinamos la invitación porque nos sabía mal molestarla, pero finalmente aceptamos tras su insistencia, a sabiendas de que rechazar una invitación no era bien recibida en el protocolo etíope. Así que nos vimos, a partir de ese momento, envueltos en las suaves palabras de Soshna mientras nos dirigía a su humilde casa, como ella misma la había descrito.

Dejamos el asfalto y nos adentramos por unos caminos sin urbanizar que nos conducían a unas chabolas, las mismas que habíamos mirado de lejos, desde el hostal donde nos alojábamos, y nos habíamos preguntado cómo vivían esas gentes. Pues ahora lo íbamos a saber, ahora Soshna, que me parecía salida de un cuento de las mil y una noches, con su precioso vestido largo de domingo, nos conducía a una de ellas, con una naturalidad que nos dejaba boquiabiertos. Una vez entramos en aquella pequeña estancia, de unos cinco metros aproximadamente, que comprendía toda su casa, sentí una tristeza inmensa y se me cayó el alma a los pies. Tuve que disimular y fingir que estaba contenta de estar allí, pero en el fondo estaba apenada de ver que aquella hermosa y buena mujer tuviera que vivir en aquellas condiciones. La chabola eran cuatro separaciones de latón y en su interior había un viejo sofá para dos personas, una vieja cama de matrimonio y una vieja estantería rota que soportaba unas fotografías descoloridas por el tiempo. Aquí vivía Soshna, mi Soshna. Y era feliz.

Con una dignidad fuera de lo común y aplicable a casi todos los etíopes, Soshna nos preparó primero la comida típica etiope, la injera, una especie de crep con verduras y salsa picante, y después nos deleitó con la ceremonia del café (bunna), este fue el gran espectáculo. Empezó con el tueste, después vino el molido para acabar poniéndolo en el fuego de aquel pequeño hornillo, y una vez hecho, servir las tres tandas de café, como manda la tradición.                   Le pedimos permiso para hacerle unas fotografías porque la belleza de aquellas imágenes no tenía desperdicio. Pero es la belleza de Soshna, sobre todas las cosas, la que quedó patente en todas las fotos, y puedo aseguraros que nos cautivó incluso más por su belleza interior. Esas fotos son muy especiales para nosotros porque cada vez que las miramos nos llegan al corazón, porque plasman como viven esas gentes, dándonos, a cambio de nada, toda su generosidad y su cariño, compartiendo con nosotros una sencilla pero emotiva ceremonia. La ceremonia de la bienvenida a su país.

Después de aquella experiencia y todo lo que significó para mí, una parte de mi corazoncito se quedó con Soshna en Etiopia. Nos intercambiamos las direcciones y teléfonos y desde entonces estamos en contacto casi constante de cómo van nuestras vidas. Ella, en diciembre, fue mamá de una preciosa niña que ya conocemos a través de las fotos que nos ha enviado. Nosotros le vamos informando de la evolución de nuestro niño y hace meses que le enviamos todo lo que va necesitando para sobrevivir y poder sacar adelante a su bebé. Está feliz y contenta y nos quiere muchísimo, igual que nosotros a ella. Sabe que puede contar con nosotros para todo lo que necesite y nosotros también estamos con una alegría inmensa solo por el hecho de poder ayudarle.

Yo sabía que Etiopia me tenía guardadas muchas sorpresas y todas han sido maravillosas. Etiopia, siempre te llevaré en mi corazón.

Texto e imagenes de Yolanda Ferrer Requena

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