I love you. 

 Caía la tarde, casi la noche ya. Al final de una empedrada calle atisbamos su casa. Apenas sin poder ver, atentando aquí y allá llegamos a su puerta. En la entrada-salón-dormitorio, un farolillo que colgaba de una vieja viga dejaba ver su imagen a contraluz. Era la mamá de Lambroz, una señora de ojos tristes y sonrisa fácil. Amablemente nos ofreció un café. Lambroz se apresuró a ayudarla, molió los granos y los puso a tostar. Entre tanto, tomamos asiento, un poco difícil porque ni había espacio ni casi nada para sentarse, pero como pudimos lo hicimos. Ella, sentada en frente, sonreía y en un inglés de andar por casa, intentábamos cruzar alguna que otra frase. Nos contó que allí vivían Lambroz, dos hermanos más y ella, y en una litera con dos camas, cuyo largo era el ancho de la casa, dormían los cuatro. Mientras degustábamos el café, Lambroz hacía los deberes en un cochambroso pero útil sillón. Nos contó de su ilusión de ser médico cuando fuera mayor y poder irse fuera de Etiopía a trabajar. Ella no conocía otra Etiopía sino la que el azar le había mostrado al nacer, un azar teñido de pobreza, desigualdades y penurias que no comprendía pero que aceptaba con la inocencia de sus trece años y la alegría de los que apenas tienen nada. Eso sí, se dejaba ver ya una rebeldía propia de la adolescencia y un gran ansia de comerse y transformar el mundo.

 Nos acompañaba también Eyerus, la inseparable amiga de Lambroz, un año más pequeña, más delgada y también más tímida, con unos ojos no muy grandes pero una mirada abierta como para no perderse nada. Las dos nos esperaban cada tarde-noche en los alrededores del hotel y como casi un ritual repetíamos cada día la visita a la casa de Lambroz y la ceremonia del café. Dábamos luego un paseo por el barrio junto con los niños que se nos iban sumando, comprábamos algunas galletas y luego nos despedíamos hasta el día siguiente. Pero llegó el día de la despedida final. Allí estaban las dos, no muy cerca de la furgoneta que nos llevaría al aeropuerto, guardando las distancias. Retraídas y esperando el momento. De pronto se acercaron, y en un enorme abrazo, entre sollozos repetían: I love you, I love you. Nuestros ojos también se humedecieron y se nublaron. También repetimos I love you Lambroz, I love you Eyerus, I LOVE YOU ETIOPÍA.

(Dedicado a Lambroz y Eyerus)

 

Texto y fotografía: Carmen Tejero Cano.

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