Siempre en el recuerdo. 

Mi nombre es Surafel. Vivo con mi madre en Addis, en Etiopía. Nuestra casa es sólo una pequeña habitación con suelo de tierra y paredes de hojalata. Nuestro único mobiliario es una cama desvencijada en la que dormimos los dos. Un pequeño hornillo en el que calentamos la comida. Una mesa, dos sillas y dos cacerolas.

Nunca conocí a mi padre y creo que mi madre tampoco lo echa mucho de menos, aunque estoy seguro que tampoco despreciaría un poco de ayuda para educarme y sacarme adelante.

Ahora sólo tengo a mi madre. Pero no siempre estuvimos solos ella y yo. Hace unos años mi mamá empezó a engordar y pronto comprendí que estaba embarazada. ¡Mi alegría fue inmensa al enterarme!. Siempre me había preguntado por qué yo no podía tener cuatro o cinco hermanos como todos los chicos del barrio. Yo los veía jugar juntos, ir juntos a la escuela y luego juntos a sus casas. Me sentía solo y desdichado. Por eso la noticia de un hermanito fue como un deseo cumplido que me llenó de satisfacción.

Los meses siguientes se me hicieron muy largos, pero finalmente ella nació. Porque fue una niña. Pequeñita, tranquila, de ojos grandes y piel suave. Mi madre, viendo mi alegría, me dejó elegir su nombre. Yalem.

Desde el primer día ayudé en todo lo que pude. Me encantaba ver cómo mi madre la lavaba, la vestía y mi hermana sonreía, satisfecha. O al menos eso parecía, pues abría su boquita y la cara se le iluminaba. Yo luego la cogía, la abrazaba y la acunaba hasta que se dormía.

Durante meses la felicidad reinó en nuestra humilde familia.

Sin embargo, algo dentro de mí me decía que las cosas no iban bien. Mi madre lloraba mucho, pero siempre a escondidas o cuando creía que yo dormía.

Un día, al volver de la escuela mi madre y mi hermana no estaban en casa. Al poco llegó mi madre. Sola. “¿Dónde está Yalem?“, le pregunté. Y entonces ella rompió a llorar….

No supe mucho más. Me habló de cosas que yo por entonces no entendía: de una vida mejor, de sus miedos y su precaria vida, de una familia farenji, lejos de Etiopía…. De que Ella ya no volvería.

Durante mucho tiempo, años quizás, viví sin comprender por qué mi madre nos había hecho aquello. Por qué me había quitado a mi hermanita. Por qué volvíamos a estar solos y sobre todo, por qué ella ya no sonreía.

Ahora, ya no le pregunto, porque entiendo lo que hizo y por qué lo hizo. Ya no la culpo.

Pero mi pena sigue ahí dentro. Yo tuve una hermanita. Se llamaba Yalem. Yo mismo se lo puse. La quería con locura y ella era mi familia. Pero un día dejó de serlo. Mi único deseo desde entonces es volver a verla algún día.

                                                                            Texto y fotografía: Arancha Palmero Sánchez

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