El viaje con destino Addis Abeba comenzó con ilusión, con muchos nervios aunque muy seguros de lo que nos iba a deparar nuestro futuro. El futuro de los tres.

Etiopía nos estaba reservando el mayor de los tesoros, el motivo para levantarnos cada mañana, la alegría de vivir por él y para él y por todo ello, debimos viajar hasta la ciudad donde nuestro hijo nos estaba esperando.

La primera sensación que percibimos nada más pisar tierra, sin duda, fue su característico olor, un aroma entremezclado con matices de polvo, especias y café.

Los nervios por ver por primera vez su carita y tomarlo en brazos hacían que nuestros corazones latieran enérgicamente.

De camino al hotel, montados en una furgoneta destartalada al igual que el 95 % restante de las mismas, nos trasportó a una vida anterior, como cuarenta o cincuenta años atrás en el tiempo. El paisaje que se podía divisar desde su interior era desolador, misterioso, atípico, por diversas y múltiples razones.

Los etíopes viven prácticamente en la calle, gente que iba y venía y siempre con una sonrisa, la maravillosa sonrisa etíope que todos ellos comparten.

Pero el gran momento llegó cuando se abrieron las puertas verdes de la casa que nuestro hijo había habitado durante cuatro meses eternos.

Como explicar con palabras aquello que con mis ojos empañados y los nervios invadiendo nuestros cuerpos pudimos contemplar.

Nacho salió en los brazos de una cuidadora como un soplo de aire fresco, con calma y sosiego y con gesto extraño al ver a dos personas desconocidas para él.

Conectamos desde el principio, mamá no cesó de entonarle canciones para calmar su llanto, pero fue tan grande y único el sentirlo con nosotros que parecía que el tiempo se había detenido. No nos importaba nada y así los tres nos fundimos en un tierno abrazo.

La despedida de Nacho fue muy dura para nosotros. De vuelta al hotel, los dos lloramos y las ganas de recogerlo al día siguiente nos presionaba el pecho, pero lo importante era el ánimo optimista y la complicidad de ambos. Estábamos convencidos de lograrlo y así fue.

La estancia en Etiopía fue muy especial. En el hotel nos encontrábamos muchas familias llegadas de diferentes puntos de nuestra geografía española y por la misma razón, recoger a nuestros hijos.

Con ellos recorrimos la ciudad acompañados por nuestro chófer, Efrem, gran persona y buen guía.

Etiopía es vida en estado puro, esperanza por sobrevivir, sonrisas que alivian llantos, aromas que derriten nuestros sentidos, visión diferente de la misma vida. Pasión por ayudar sin tener demasiado, hospitalidad absoluta, curiosidad por lo diferente, nosotros mismos. En definitiva, Etiopía es un mundo nuevo por descubrir, la esencia de una vida al límite y sin embargo, en sus rostros siempre contemplábamos su maravillosa sonrisa etíope. El viaje terminó con unas vivencias difíciles de narrar y a la vez entusiasmados por haber formado parte de su historia. Si ellos supieran que el mayor tesoro que nació de sus gentes y vivió en aquella civilización lo tengo yo cada día, entenderían el por qué doy gracias a Etiopía de haberme regalado parte de su vida, mi vida entera, nuestra gran vida.

Si no conocen Etiopía ya tienen alguna razón para hacerlo y si ya la conocen pueden llegar a entender desde mi humilde expresión lo que quiero transmitirles.

Texto Julia Hernández Alcayde – fotografía

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