15 agosto de 2028, Valencia.

Me levanté como otra mañana, cansada, había pasado toda la noche dando vueltas, me fue imposible conciliar el sueño, no sé si fue porque oí hablar a padre y a madre hasta bien entrada la madrugada. Hablaban de cosas de mayores, del nuevo hermano que tendré, de lo mucho que nos costará sacarlo adelante, de los esfuerzos que tenían que hacer para que no nos faltara alimento todos los días y un sinfín de esas cosas de las que nosotros no podemos hablar porque son de mayores.

Me levanté aquella mañana con ganas de cambiar el mundo, con ganas de comérmelo, con ganas de decirle a mi poblado que todo es posible si lo deseamos con fuerza, que nos debíamos de sentir afortunados por tenernos los unos a los otros. No teníamos grandes lujos pero éramos una gran familia que hacían lo posible por ayudarse. Cuando acababa mi jornada de trabajo, repartía abrazos y sonrisas, desde pequeña me enseñaron que los pequeños detalles son los que cuentan, los que hacen grande el día a día.

Aquella mañana el cielo era más azul que de costumbre,  la tierra más marrón y mi entusiasmo por afrontar un nuevo día era especial.

Estaba cansada, pero no importaba, ese día no se iba a volver a repetir y había que aprovecharlo.

No sé si fue un presentimiento o qué fue aquello, pero ese día cambió mi vida, la de mis hermanos, la de mis padres y la de todo aquel poblado perdido y olvidado de Etiopía.

Estaba preparándome para recorrer los tres kilómetros que separaban nuestra casa de un yacimiento de agua, cogí a mi hermana Sury para ponérmela sobre los hombros,  cuando les vi. Eran siete blancos, vestidos con batas. Sonreían como si el mundo se fuera a terminar. Detrás de ellos pude ver dos camiones grandes, no sé que había dentro ni porqué dos horas más tarde me encontraba dentro de uno de ellos y con un dolor grande en el brazo izquierdo. Llevaba un algodón que estaba manchado por la sangre de mi pobre brazo. No entendía nada y encima una chica joven vestida de blanco me sonreía como si aquello fuera divertido. De pronto, pude ver que todos mis hermanos se encontraban allí también, todos esperaban a que les hicieran daño en el brazo. Seguía sin entender nada y me estaba empezando a poner nerviosa.

Por la noche, en casa, mis padres me explicaron lo que estaba sucediendo, esa gente de blanco que sonreía como sino hubiera mañana y que me habían hecho daño en el brazo, eran unos médicos de España que habían venido a Etiopía a ayudarnos, a proporcionarnos medicamentos y comida.

Durante los días siguientes, me quedaba boba mirándoles, ellos sonreían sin descanso, regalaban sonrisas, regalaban su tiempo.

Yo me dedicaba a hacer mi trabajo diario de todos los días y cuando era de noche, me iba a la enorme tienda de campaña en la que dormían y la que siempre estaba llena de niños pequeños llorando o adultos con algún dolor. Me sentaba y miraba, sin decirles nada. Me fascinaba como hablaban un idioma que parecía una sinfonía, como reían, como me miraban con aquella ternura infinita. Desde aquel momento, desde aquella primera noche que me senté a ver como ayudaban, supe que yo quería dedicarme a lo mismo, que yo quería seguir regalando como ellos mi tiempo y mi amor. A los demás, a todos, al mundo entero.

Han pasado casi veinte años de aquella noche y ahora escribo esto, desde mi casa de Valencia. Escribo desde el calor de Agosto, desde la nostalgia de mis años en Etiopía. Escribo contenta y satisfecha de haber cumplido mis sueños, de ser pediatra, de vivir regalando mi tiempo a los demás. Mis ganas de pensar que el mundo puede cambiar, mis ganas de dar las gracias infinitamente a aquellas personas que un día se cruzaron en mi camino, en el mío y en el de todo el poblado de Etiopía. Nunca estaré suficientemente agradecida. Nunca habrá palabras suficientes en todo el vocabulario para seguir dándoles las gracias para gestionarme el viaje hasta España. Mis padres me ayudaron en lo que pudieron para pagar la universidad. Mi marido y yo, vamos todas las navidades a verles y en verano vuelvo con algunos de mis compañeros de trabajo, vestidos de blanco, dispuestos a dar lo que somos, al que sigue siendo mi poblado.

Me gustaría ir a todas las partes del mundo y seguir ayudando, pero sé que hay mucha gente que sigue haciendo lo mismo que yo, y eso me alienta a pensar que si ponemos de nuestra parte el mundo puede ser un lugar mejor para todos.

Gracias por todo Elena, esto es gracias a ti, que desde el primer día que llegaste a Etiopía, me supiste trasmitir lo más valioso que tiene una persona, entregarse a los demás.

 

Maria Antonia Torralba Alcalá

 

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